La expansión del Estado chileno en las últimas décadas ha seguido un patrón más bien errático e inorgánico que, lejos de fortalecer su capacidad institucional, ha agravado sus vulnerabilidades estructurales. Al aumentar su tamaño sin una arquitectura estratégica ni una reconfiguración de sus lógicas operativas, el aparato estatal se vuelve más opaco, lento e ineficaz.
Uno de los síntomas del crecimiento desordenado es la proliferación de servicios públicos y organismos autónomos cuyas funciones se superponen sin que exista una coordinación transversal. Resulta evidente que la fragmentación genera circuitos paralelos en la toma de decisión y ejecución y en tal contexto el ciudadano se ve atrapado entre ventanillas, plataformas y protocolos incompatibles. Luego, “los problemas no se resuelven, sino se redistribuyen”. El Estado se ha convertido en un laberinto burocrático que obstaculiza y limita el crecimiento y desarrollo.
El crecimiento inorgánico del Estado es consecuencia de la mala política. Cada nueva entidad pública nace habitualmente como una rección a presiones sociales, demandas territoriales o compromisos legislativos coyunturales lo cual produce una hipertrofia institucional donde los recursos - humanos, financieros y tecnológicos- se diluyen. El resultado: un Estado más costoso, pero no necesariamente más justo o eficiente.
A nivel territorial, el resultado es una total desconexión entre los niveles centrales y locales. Las regiones se ven inundadas de programas nacionales sin una adaptación real a sus contextos, mientras los gobiernos locales - muchos de ellos sin capacidad técnica ni autonomía fiscal - deben implementar políticas que no han diseñado y cuya utilidad puede ser cuestionada para determinadas comunidades. La lógica verticalista resulta cada vez más incomprensible especialmente en zonas rurales y periféricas.
El crecimiento desordenado del Estado debilita también la buena evaluación y seguimiento de políticas y acciones. La multiplicidad de organismos genera indicadores dispares, sistemas de monitoreo aislados y metodologías incompatibles. En consecuencia, las políticas públicas se evalúan sin criterios compartidos dificultando la identificación de errores, aprendizajes y mejoras posibles. Se ha demostrado que más de US$ 5800 millones de gasto fiscal (1,7% del PIB) se encuentran comprometidos en más de 70 programas públicos que no cumplen los estándares básicos.
Lo que está en juego no es solo la eficiencia administrativa, sino la legitimidad del Estado como actor democrático. Un Estado que crece sin coherencia termina siendo percibido como lejano, confuso e indiferente. Luego, es un imperativo el repensar su estructura desde una lógica sistémica, con una arquitectura institucional que favorezca la articulación, la adaptabilidad y la transparencia. No se trata de hacer más Estado, sino de hacerlo mejor.
El Estado requiere además flexibilidad, debe dotárselo de mecanismos que permitan presupuestaria y en términos de recursos humanos redestinarlos hacia donde existan carencias o prioridades, con el fin de responder así eficientemente a las demandas ciudadanas y también a los requerimientos que faciliten el desarrollo y enfrentar las diversas complejidades del Chile de hoy.
Américo Ibarra Lara
Director Observatorio en Política Pública del Territorio
Instituto de Ambiente Construido
Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido
Universidad de Santiago de Chile