El descubrimiento accidental de hechos de apariencia ilícita que involucran a personas que ejercen funciones públicas, y particularmente el más reciente caso que compromete a una diputada, ha provocado críticas al Ministerio Público.
Se le acusa de generar una descontrolada inquisición sobre aspectos no relacionados con el motivo original de la investigación, así como de realizar intromisiones injustificadas en la vida privada de los investigados. Directa o indirectamente, se sostiene que la Fiscalía utiliza sus atribuciones para producir efectos políticos a través de la publicación de antecedentes sometidos a secreto, cuya autoría se le atribuye, sin que se presenten pruebas que respalden esa imputación.
Tales cuestionamientos carecen de fundamento fáctico y jurídico, ya que los fiscales se han limitado a cumplir sus obligaciones legales, del mismo modo en que lo hacen en los miles de investigaciones que a diario tramitan.
Este tipo de hallazgos ocurre cuando agentes de policía, en el marco de la ejecución de una medida intrusiva autorizada por un juez o, en algunos casos, por la ley de manera autónoma, descubren evidencia que revela un delito o un imputado distinto del que motivó la intervención original.
La situación es conocida en el ámbito jurídico como “hallazgo casual”, y está expresamente regulada en la ley procesal. Dicha normativa faculta a quien realiza el descubrimiento, para incautar de inmediato la evidencia que genera sospecha de un hecho punible distinto al investigado, dejando en manos del fiscal del Ministerio Público la decisión sobre su destino.
La Corte Suprema de Justicia ha declarado en varios de sus fallos, que el artículo 215 del Código Procesal Penal no hace más que consagrar el principio del “hallazgo casual”, ya asentado en la doctrina y jurisprudencia comparadas, el que constituye una excepción a la recolección de prueba ilícita, otorgando así legitimidad a esta norma cuya utilización se hace cada vez más frecuente.
En correlato con esta facultad, la ley obliga al fiscal que tome conocimiento de un hecho que revista caracteres de delito, a promover la persecución penal, sin que pueda suspender, interrumpir o hacer cesar su curso, salvo por causas también legales.
En consecuencia, frente a los denominados “hallazgos casuales”, el fiscal no tiene otra alternativa que iniciar y mantener la persecución penal, descartándose de ese modo cualquier decisión arbitraria o caprichosa, ya que esa actitud de la que se acusa a los fiscales solo representa el cumplimiento de sus deberes.
Ahora bien, en el contexto de la obligación de investigar un ilícito, sea o no descubierto de manera fortuita, el fiscal debe centrar su acción en acreditar no solo el hecho principal, sino también sus circunstancias. Esto debe hacerlo con una visión estratégica, considerando que el caso eventualmente podría resolverse en un juicio oral, donde deberá probar su imputación con el más alto estándar de exigencia del sistema procesal penal.
En este sentido, la recolección de medios probatorios debe ser amplia, ya que, sobre la base de estos y en un contexto adversarial, el fiscal debe convencer al tribunal de la efectiva y precisa ocurrencia de los hechos por los que acusa, de la participación de los imputados y de cualquier otro elemento que, a su juicio, resulte útil para superar la presunción de inocencia que ampara a toda persona acusada de un delito.
Por esta razón, es legítimo incorporar como elemento probatorio las comunicaciones privadas de los involucrados cuando, aun sin estar directamente relacionadas con el hecho principal, resulten útiles para acreditar vínculos, motivaciones, perfiles u otros aspectos que complementen o expliquen la prueba principal, fortaleciendo así la convicción del juzgador.
Esta es una manifestación el principio de libertad probatoria, consagrado en el Código Procesal Penal, y donde el derecho a la intimidad de los afectados se encuentra debidamente resguardado, ya que el fiscal tiene la obligación de justificar la pertinencia de la prueba que pretende presentar. En este proceso, el tribunal puede excluir aquella evidencia que no cumpla con los estándares exigidos por la ley.
Un asunto aparte es la exposición pública de antecedentes que tienen carácter de secreto. Es habitual que, de manera irresponsable y sin pruebas, se insinúe en algunos casos, y en otros se acuse directamente a la Fiscalía de haber entregado dicha información a terceros.
Este es un problema de difícil solución, ya que resulta prácticamente imposible concentrar la custodia de los antecedentes de la investigación en una sola persona, lo que facilitaría la determinación de responsabilidades.
La naturaleza de una investigación penal exige la intervención de múltiples actores, quienes deben o pueden conocer estos antecedentes, o al menos parte de ellos. No es posible concebir una investigación sin la participación de la policía en la ejecución de diligencias o peritajes, y resulta evidente que el fiscal y su equipo de trabajo también deben tener acceso a esta información.
Asimismo, el imputado y su abogado, la víctima y el querellante tienen derecho a conocer estos antecedentes y habitualmente acceden a ellos. Lo mismo ocurre cuando se requieren autorizaciones judiciales, las que deben justificarse con el contenido de la investigación o al menos con parte de esta. Por último, existe la posibilidad de que un delincuente informático (hacker) acceda ilegalmente a estos antecedentes y los haga públicos, como ha ocurrido en múltiples ocasiones.
Ante una filtración, cualquiera de estas personas o instituciones podría quedar bajo sospecha. Por lo tanto, mientras no se demuestre lo contrario, todos se encuentran amparados por el principio de inocencia, tan invocado en algunas ocasiones y, en otras, convenientemente ignorado.
Estas simples razones, develan la incuestionable actuación de policías, fiscales y jueces en estos casos.
La anunciada acusación constitucional contra uno de los fiscales aludidos, representa una excelente oportunidad para acreditar, en un proceso serio y ante el máximo tribunal de justicia, que lo único que hizo fue cumplir la ley, tal como lo dispone la Constitución Política de la República.
La vida en una sociedad civilizada, requiere que todos cedamos espacios de nuestra libertad para que este orden no sea solo una ilusión. De ello deriva el deber de cumplir las normas que nos rigen, y en determinadas situaciones, la obligación de someternos al gravamen o a las molestias que provoca una investigación penal, en especial aquellos que ejercemos una función pública.
Sin embargo, existe una fórmula para evitar las incomodidades que provoca una investigación de esa naturaleza. Esta consiste en ejercer el cargo, ajustando nuestro actuar al principio de probidad … tan sencillo como eso.
Patricio H. Perez Rojas
Fiscal del Ministerio Público