Estos días se han intensificado algunas manifestaciones de trabajadores de la CUT y la ANEF por la muerte del gasfíter Hugo Morales, quien murió tras 18 horas de trabajo en el Palacio de La Moneda.
En el ámbito de la política pública y el derecho laboral, la coherencia entre lo que se legisla y lo que se ejecuta resulta esencial para generar confianza y legitimidad. Sin embargo, cuando el gobierno, a través de su propio accionar, incumple las leyes que promueve, la paradoja se convierte en un problema ético y político de primer orden.
Un ejemplo claro de esta contradicción es el caso reciente en Chile, donde, tras la aprobación de la reforma que reduce la jornada laboral a 40 horas semanales, trabajadores del sector público siguen siendo sometidos a jornadas con otros criterios, que ponen en riesgo su salud y su vida, como lo demuestra la tragedia de un trabajador que perdió la vida tras laborar 18 horas seguidas.
Este caso no solo refleja una crisis de cumplimiento normativo, sino también un doble estándar escandaloso: el Estado, que sanciona a los privados por excesos laborales, actúa como un empleador incumplidor al no respetar las normas que él mismo promulga.
El gobierno chileno, en un acto que fue celebrado como un avance significativo hacia los derechos laborales, aprobó la reforma que reduce la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales. Esta medida, aplaudida por sectores progresistas, parecía ser un paso crucial para mejorar la calidad de vida de los trabajadores y alcanzar un equilibrio entre el ámbito laboral y personal. Sin embargo, esta reforma ha caído en el mismo abismo de la inconsistencia que aqueja a otras políticas públicas en Chile: se promulgan leyes para proteger a los trabajadores, pero, al mismo tiempo, el propio Estado actúa como un mal empleador, poniendo en evidencia un grado de contradicción detrás de sus políticas laborales.
El Estado chileno se erige como un actor regulador que busca controlar el comportamiento de los empleadores privados, pidiéndoles cumplir con las leyes laborales que limitan la jornada, garantizan descansos y protegen la salud y seguridad de los trabajadores. Sin embargo, como empleador, el propio gobierno ha sido un mal ejemplo, y esto es una falacia peligrosa. Si el propio Estado no respeta las normas que exige a los privados, ¿cómo puede pedirles a las empresas que lo hagan?
El caso de los trabajadores públicos no es aislado. A lo largo de los años, han sido frecuentes las denuncias sobre largas jornadas laborales en instituciones gubernamentales, que sobrepasan los límites legales establecidos. A veces, estos abusos se “justifican” bajo la excusa de la “urgencia” o el “interés público”, pero no hay justificación válida que pueda subsanar el hecho de que el trabajador estatal tenga reglas tan distintas en relación a las elevadas exigencias del mundo privado.
Es claro que existe una disonancia entre las leyes que el gobierno promulga para los privados y su falta de rigurosidad en la aplicación en el ámbito público. Este doble estándar debe ser revisado urgentemente, no solo por el respeto a la vida de los trabajadores, sino también porque el Estado, como empleador, debería ser el primero en dar el ejemplo.
El coste de esta incoherencia es mucho más profundo que una simple contradicción normativa. En primer lugar, está el impacto humano: trabajadores como el que falleció en ese accidente, que se vio obligado a trabajar 18 horas seguidas, no son solo víctimas de un sistema que no les da descanso. Son el reflejo de una cultura laboral insostenible, que termina erosionando la salud mental y física de los empleados. La fatiga extrema, la ansiedad laboral y el estrés son efectos colaterales que afectan tanto a quienes trabajan en el sector público como privado, y la responsabilidad última recae sobre un Estado que debería ser coherente en su aplicación.
En segundo lugar, está el mensaje que el gobierno envía a la sociedad. Cuando las instituciones públicas se muestran incapaces de respetar las leyes que ellas mismas dictan, no solo se pierde la confianza en el sistema laboral, sino también en la política misma. ¿Cómo pueden los ciudadanos esperar que se cumplan otras leyes fundamentales si el propio Estado las transgrede flagrantemente? Este doble estándar socava la credibilidad de las instituciones y debilita el sistema democrático.
El gobierno debe ser consciente de que no basta con aprobar reformas y leyes que solo se apliquen a los privados; se requiere una verdadera transformación en las prácticas laborales, especialmente en el sector público. El primero de los pasos debería ser una auditoría seria y exhaustiva de las condiciones laborales en las instituciones gubernamentales, seguida de un plan de cumplimiento efectivo de las leyes laborales. Es hora de que el Estado, más allá de fiscalizar rigurosamente e imponer sanciones a los privados, se obligue a sí mismo a seguir los mismos principios que promueve.
Además, sería oportuno establecer protocolos claros sobre las horas de trabajo y los descansos obligatorios en el sector público, y realizar un seguimiento continuo para asegurar que estas normas se respeten. El costo de no hacerlo, en términos humanos y sociales, es demasiado alto.
Es momento de que el gobierno sea un empleador ejemplar con coherencia y justicia laboral, mostrando que las leyes son compromisos que deben cumplirse para proteger a los trabajadores de cualquier ámbito, sea público o privado. De lo contrario, seguiremos siendo un país de contradicciones, donde la ley no se aplica en forma uniforme.
Cristián Aguayo,
Socio y experto laboral de AEM Abogados