A un año de la entrada en vigencia de la conocida “Ley Karin”, Chile ha dado un paso decisivo en la protección de la dignidad de los trabajadores. Sin embargo, la implementación práctica de esta ley ha dejado al descubierto una serie de nudos estructurales que amenazan con debilitar su propósito: prevenir y sancionar el acoso laboral, sexual y la violencia en el trabajo.
El caso que originó esta legislación —el suicidio de una funcionaria pública tras denunciar acoso— remeció a la opinión pública y empujó al Estado a avanzar en una normativa más robusta. Pero el avance normativo ha sido desigual. Paradójicamente, el propio Estado, en su rol de empleador, ha incumplido varios de los estándares que exige a los privados. En muchos servicios públicos, los protocolos están incompletos, los canales de denuncia son opacos y se sigue tolerando una cultura de silencio e impunidad. Esto no solo es grave, sino también simbólicamente inaceptable: si el Estado no lidera con el ejemplo, socava la credibilidad de toda la ley.
En paralelo, los efectos prácticos de la normativa han comenzado a tensionar al mercado laboral. En un contexto de creciente desempleo, la percepción de riesgo jurídico y las exigencias administrativas han generado cautela a la hora de contratar. Esto es especialmente complejo para pymes y organizaciones que, sin negar la importancia de prevenir el acoso, enfrentan hoy costos regulatorios que muchas veces no pueden sostener sin apoyo técnico.
Existen grandes nudos que hoy dificultan una aplicación eficiente y justa de la ley. La falta de etapas previas a la investigación formal, donde claramente no existen mecanismos de resolución temprana —como la mediación voluntaria o criterios de admisibilidad— obliga a activar de inmediato un procedimiento formal, incluso en conflictos que podrían resolverse de forma menos traumática. El resultado: saturación de canales, desgaste organizacional y revictimización.
Otro enorme nudo son las demoras en la Dirección del Trabajo (DT): la lentitud en la revisión de protocolos e investigaciones por parte de la DT reduce la eficacia de las medidas, dejando a trabajadores y empleadores en un limbo jurídico, con efectos nocivos para todos los involucrados.
A esto se suma la falta de filtros de admisibilidad, que lleva a que, ante cualquier denuncia —aunque carezca de fundamento mínimo—, esta deba ser tramitada por el empleador. Esto genera desgaste y resta credibilidad a los procesos, además de poner en riesgo la confidencialidad y el derecho a la defensa.
Claramente, los canales ineficientes con la DT no ayudan. No existen interlocutores claros ni trazabilidad sobre el estado de los procesos. La relación entre empleadores y fiscalizadores es difusa, lo que entorpece la colaboración efectiva.
Persisten tensiones legales entre la confidencialidad, el derecho a defensa, la representación de terceros y la falta de claridad en la graduación de sanciones. Esto produce incertidumbre jurídica y expone a las organizaciones a decisiones erráticas.
Algunas iniciativas para mejorar pasan por perfeccionar la legislación y su aplicación práctica. Incorporar etapas previas no sancionatorias —como la creación de mecanismos de diálogo temprano, mediación voluntaria y filtros de admisibilidad— ayudaría a canalizar de forma más eficiente los conflictos, evitando la sensación de “tensionar” innecesariamente los entornos laborales.
También es necesario crear una unidad especializada en la DT: una sección con personal técnico capacitado, con criterios jurídicos claros y unificados, dedicada exclusivamente a casos de acoso. Esto permitiría acelerar y profesionalizar los procesos, dando confianza a empleadores y trabajadores por igual, y especialmente cumplir con los plazos que señala la ley —que para los privados son perentorios, con elevadas multas asociadas— pero que para la autoridad fiscalizadora no son exigibles, siendo groseramente inobservados.
Necesitamos terminar con las ambigüedades normativas. Si no corregimos, persistirán tensiones legales entre la confidencialidad, el derecho a defensa, la representación de terceros y la falta de claridad en la graduación de sanciones. Como señalé, esto produce incertidumbre, expone a las organizaciones a decisiones erráticas y, finalmente, se aleja absolutamente de la loable finalidad de una normativa como la analizada.
Cristián Aguayo.
Socio AEM