El flujo de la información ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes. Primero en los círculos íntimos, luego en los espacios públicos de las polis griegas y, más tarde, en los grandes imperios de la antigüedad. La historia nos demuestra que la comunicación siempre ha sido vital para el progreso humano, y hoy, en plena era digital y bajo el impacto acelerado de la inteligencia artificial, su influencia es más decisiva que nunca.
Dimensionar este momento histórico no es sencillo. Quizás la forma más clara de comprenderlo sea observar los hitos que nos han traído hasta aquí: pasamos de soportes físicos como cartas, libros y diarios, a un escenario dominado por la comunicación digital, en el que por primera vez – como nos advierte Noah Harari- agentes no humanos producen, interpretan e incluso seleccionan la información que consumimos en nuestras redes sociales.
En este tránsito, la información dejó de residir exclusivamente en medios físicos o en nuestros computadores para alojarse en las nubes digitales. Espacios que ofrecen enormes ventajas, pero que también abren nuevas vulnerabilidades. Hablamos no solo de redes sociales o archivos institucionales, sino también de los datos que permiten el funcionamiento de la infraestructura crítica de un país. Mención especial merecen los cables submarinos, sin los cuales la Web, tal como la conocemos y usamos, simplemente no existiría.
Las redes de información no solo han facilitado la cooperación, sino también la confrontación. La historia de los conflictos lo demuestra, y hoy somos testigos de un mundo más tensionado, con disputas geopolíticas que evocan la lógica de una nueva Guerra Fría. Un escenario que amenaza con fragmentar la globalización, situando la tecnología en el centro de la competencia entre potencias.
En la guerra Rusia-Ucrania, por ejemplo, hemos visto cómo los drones aéreos y marítimos han transformado la forma de combatir, y cómo los ciberataques y la desinformación se convirtieron en armas decisivas.
En este terreno, la línea entre la paz y el conflicto es difusa: un solo actor entrenado, armado apenas con un computador, puede desestabilizar a una organización completa. De allí que la ciberseguridad sea hoy un imperativo estratégico, pero conviene subrayar -con énfasis- que no es un asunto reservado únicamente a escenarios bélicos ni a la confrontación entre potencias. Su impacto es cotidiano y directo: está presente en la protección de nuestras cuentas bancarias y de nuestros datos personales, en la continuidad de los servicios básicos que usamos a diario, en la confianza de las transacciones digitales de las empresas, e incluso en la credibilidad de nuestras instituciones democráticas.
Para Chile, resguardar la soberanía digital -esto es, la capacidad de actuar y decidir autónomamente en el espacio digital- exige un rol activo del Estado, pero también la participación de toda la sociedad. Empresas, academia y ciudadanía deben sumar esfuerzos para enfrentar una tarea que es nacional.
Nuestra Política Nacional de Ciberseguridad 2023–2028 reconoce déficits claros: baja resiliencia de las organizaciones, insuficiente cultura digital, escasez de especialistas, limitada sofisticación de la demanda y aumento del ciberdelito. Sin embargo, también hemos avanzado: Chile ocupa hoy el lugar 19 en el National Cyber Security Index, liderando en América Latina.
Todo esto nos lleva a una conclusión clara: enfrentar los grandes desafíos de la ciberseguridad exige planificación estratégica en todos los niveles. Desde las empresas hasta la academia, desde los Estados hasta los organismos internacionales. Requiere además desarrollar capacidades concretas y despertar vocaciones que fortalezcan nuestro capital humano.
En definitiva, la ciberseguridad ya no es solo un asunto técnico: es un componente central de nuestra seguridad nacional y de nuestra soberanía. Su resguardo, es una tarea colectiva, ineludible y urgente.
José Luis Fernández Morales, Vicealmirante (R.), Director Ejecutivo del Centro de Estudios Estratégicos de la Armada-CEDESTRA