La buena administración de gobierno tenía en Chile una fuerte tradición entroncada con los fundamentos mismos de la república. Sucesivos gobiernos, muchas veces enfrentando situaciones económicas y políticas difíciles, hicieron siempre lo posible por preservar disciplina fiscal junto a la credibilidad de las instituciones y un profundo respeto por la ciudadanía y el sentido del servicio público. Eso ha tenido durante el actual gobierno un marcado cambio y no necesariamente en favor del país. Una de las dimensiones de ese cambio se vincula con el incumplimiento de la regla que se había instaurado en materia fiscal la cual trataba, en simple, de mantener bajo control el déficit para así también establecer cierto control sobre el endeudamiento del sector público. Naturalmente el sector público puede gastar más allá de sus ingresos, sobre la base de dos condiciones. Por una parte, que el exceso de gasto se atribuya a inversión pública, dado que ésta redituará a futuro en favor del país y la ciudadanía, siendo ese retorno una compensación por el exceso de gasto asociado al financiamiento de la misma. Por otra parte, que existan condiciones económicas en extremo adversas que necesiten enfrentarse con recursos fiscales como es el caso de desastres naturales, crisis económicas o situaciones de emergencia. Lo que no resulta aceptable es que el gasto público se haga permanentemente deficitario por la mantención de programas y actividades desfinanciadas, los cuales deberían transparentarse en los proyectos de gasto que envuelve el presupuesto anual. En el caso de Chile, como ha venido ocurriendo hace ya años, hay simplemente una cultura de “gastar más de lo que se tiene”, cosa que cualquier ciudadano no puede hacer en su vida personal so pena de pagar a futuro un costo financiero. Por eso se había pactado un programa de disminución del déficit, para ir ajustándolo a la realidad marcada por los ingresos fiscales. Y eso ha dejado de cumplirse, llevando al déficit fiscal a un grado de ser “incontrolable”. El problema que esto trae es doble: causa presiones inflacionarias debido al exceso de gasto y obliga a contraer deuda para poder solventar los recursos para gastar más. O sea, el gobierno le está causando un daño a la ciudadanía debido a la existencia de mayor inflación y las subsecuentes medidas para controlarla, o legando el problema a las generaciones futuras por medio de una deuda.
Todo lo anterior ocurre con dos importantes aditamentos. Por una parte, que la carga tributaria en Chile es significativa y siempre se ha dicho que la misma se justifica por la importancia de los servicios que son responsabilidad del Estado. Pero, por otra parte, hay evidencia sobre los muchos ítems de gasto que no tienen real justificación, incluyendo las múltiples evidencias sobre mal uso de los recursos en actividades o proyectos poco relevantes para la ciudadanía y/o sin ningún rédito social que lo respalde. Pero, además, sabemos que hay servicios públicos mal financiados o que sufren un verdadero descuido en materia de gestión, como es la salud pública, el sistema de pensiones, seguridad ciudadana y ámbitos cruciales de la educación, como es la enseñanza preescolar y la educación pública. Es decir, el compromiso de una mejor política fiscal debe enfrentar una situación muy de fondo en materia del uso de recursos que el actual gobierno no ha sabido manejar, excepto por la vía de seguir aumentando el uso de recursos en sus propias prioridades.
A lo anterior, que denota poca capacidad de gestión y bajo compromiso con las prioridades ciudadanas, se une el triste episodio del error cometido con el reajuste de las tarifas eléctricas que refleja, lisa y llanamente, total incompetencia. La misma falta de profesionalismo que se ha verificado en los cálculos erróneos de la dirección de presupuesto acerca de los ingresos fiscales y que ha colaborado a la mantención de un déficit mayor. En ambos casos, lo que sorprende es que los responsables directos no han asumido ningún costo en compensación por las pérdidas para el ciudadano medio derivadas de su falta de prolijidad. Ser despedido no es un castigo suficiente cuando la falta cometida afecta por un tiempo significativo a miles de ciudadanos, y debiera envolver una prohibición de ocupar cargos públicos en el futuro.
Prof. Luis A. Riveros
Universidad Central