​Contribuciones pendientes, moral selectiva: El delicado arte de evadir la evasión

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¿Quién fiscaliza al fiscalizador? La reciente tragicomedia tributaria protagonizada por el Señor director del SII no solo revela un problema de coherencia personal, sino que desnuda una grieta institucional profunda: la disociación entre el rol público y la ética privada, entre el discurso normativo y la acción concreta. Porque cuando el predicador se olvida del púlpito —y deja de pagar por casi una década sus propias contribuciones— no estamos frente a un mero error administrativo, sino ante un colapso simbólico. ¿Cómo se sostiene la moral tributaria de un país cuando su máximo fiscalizador no regulariza ni su propia vivienda?


Cabe destacar que no todo es tan malo, hay buenas intenciones, ya que ha “estado años tratando de inscribirla”, frase que bien podría adornar la lápida de nuestras mejores intenciones burocráticas. Es el nuevo "no me di cuenta", versión premium. El problema no es solo legal, sino político, simbólico, cultural. Un director que lanza campañas para mejorar el cumplimiento fiscal, que “reprende al 20 % más rico” por quejarse de las contribuciones, no puede esconderse tras ambigüedades cuando se trata de su propia propiedad irregular. ¿Qué sucedería con este noble servidor en el sector privado ante un actuar similar?, peor aún, ¿qué sabe el Señor Director que lo ha mantenido en cargos de alto impacto social?.


Retórica elástica y moral elusiva. La defensa ha sido una joya de la retórica líquida: que no estaba inscrita, que no era su culpa, que no sabía, que “propiedades de alto valor no necesariamente pertenecen a los más ricos”. Un malabar lingüístico digno del Cirque du Soleil tributario. Y mientras tanto, el SII promete más transparencia, más trazabilidad, más muestras y mapas y plataformas… como si el problema fuera tecnológico, cuando es moral. Porque la pregunta no es si el director debe pagar —eso es obvio— sino por qué se permitió por tantos años no hacerlo. Y aquí es donde entra el rol del tomador de decisiones: quien ocupa un cargo público de ese calibre no solo administra procesos, sino que encarna estándares. La ejemplaridad no es una opción estética, es la base de la legitimidad institucional.


Imagine a un CEO que exige cumplimiento impecable a su cadena de proveedores mientras ignora sistemáticamente las auditorías de su propia empresa. Sería despedido antes del próximo cierre fiscal. En el mundo privado, eso se llama conflicto de interés, falta grave, pérdida de confianza. ¿Por qué en lo público aceptamos estos deslices como anécdotas y no como síntomas? La confianza no se delega, se encarna. Y aquí está el punto central: en tiempos de desconfianza crónica hacia las instituciones, cada autoridad tiene el deber de reconstruir legitimidad a través de la acción ejemplar. No se puede pedir confianza ciudadana desde el púlpito si uno mismo pisa barro. No se puede hablar de cultura tributaria mientras se es el contraejemplo más flagrante de la semana.


La ironía es brutal: el líder que debe combatir la evasión se transforma —por descuido o por desidia— en su encarnación simbólica. Un ícono involuntario de esa cultura nacional que normaliza la viveza, la excusa ingeniosa, la “mala suerte” administrativa. Porque lo que nos debe doler no es solo la omisión del director, sino la liviandad con que —como sociedad— toleramos estos episodios. ¿Qué aprendemos? Esta historia deja una moraleja tan incómoda como necesaria: el verdadero poder no se ejerce con discursos ni con cargos, sino con coherencia. Los líderes —públicos o privados— no pueden pedir sacrificios sin dar el ejemplo. Y nosotros, como ciudadanos, no podemos seguir tolerando esa vieja doctrina del “haz lo que digo, no lo que hago”. Así, el escándalo del SII no es una anécdota más, es un espejo. Nos invita a preguntarnos cuánto hemos naturalizado el doble estándar, cuántas veces aceptamos que quien debe servir termina sirviéndose, y cuántas veces más vamos a mirar hacia el lado. Porque cuando un director tributario olvida pagar sus tributos, no es solo un problema de Paine. Es un problema de país.



Por Guillermo Ramírez Sneberger, presidente de Cambridge Business Association (CBA)


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