​Cuando el agua se detiene: sobre la lentitud de los acuerdos

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Durante años trabajé en África, América Latina y en Nueva York liderando proyectos de acceso a agua potable. Allí aprendí que la acción salva vidas y que la claridad es una forma de respeto. Hace unos meses volví a Chile, y el regreso ha sido como observar un río que -justo antes de llegar al mar- se estanca: las conversaciones fluyen, pero rara vez desembocan en decisiones.


Entre reuniones amables y correos corteses, descubrí que nuestra forma de evitar el conflicto muchas veces detiene el movimiento. En África las decisiones se toman con urgencia vital: cada hora puede significar la diferencia entre beber o no, entre vivir o enfermar. En Nueva York, el ritmo es distinto, pero la lógica es la misma: la claridad como respeto. Si algo no interesa, se dice; si se acuerda avanzar, se ejecuta. Todos entienden que el tiempo vale y que el progreso depende de la honestidad en la interacción.


En Chile, en cambio, he perdido meses en conversaciones y reuniones con empresas privadas, universidades y municipalidades que se muestran interesadas en colaborar, pero luego desaparecen. Piden información, presentaciones, propuestas detalladas -que llevan tiempo, trabajo y compromiso- y después simplemente no responden. Algunos dejan pasar meses sin siquiera enviar un “Gracias, no nos interesa”. Esa falta de respuesta no es menor: es una forma de falta de consideración hacia el tiempo y el propósito de los demás.


He participado en decenas de podcasts y programas donde todo gira en torno a “poner el tema sobre la mesa”. Pero ¿de qué sirve hablarlo si no se hace lo suficiente al respecto?. La conversación se ha vuelto un refugio para la inacción. Nos cuesta cerrar, decidir, movernos. Y lo más grave: lo normalizamos.


No puede ser que en nuestro país la única solución que el Estado tenga para entregar agua potable a una comunidad sea un APR (Agua potable rural) que demora ocho años en implementarse. Ocho años. Eso no es gestión; es abandono. Mientras tanto, familias siguen bebiendo agua contaminada, y se continúan discutiendo diagnósticos en lugar de implementar soluciones.


El problema de fondo es cultural: confundimos amabilidad con colaboración. Preferimos el gris del “veámoslo” antes que la nitidez del “no”. Pero ese gris consume energía, dispersa esfuerzos y nos deja atrapados en un círculo que no avanza. En el mundo de la acción, sea en la cooperación, en los negocios o en la innovación social, eso equivale a quedarse quietos mientras el agua corre.


Decir que no, no es rechazar, es cuidar el tiempo, los recursos y el propósito. En culturas más ágiles, el “no” ordena y libera espacio para lo que sí puede florecer. Trabajar en torno al agua enseña que la claridad es condición de vida. El agua no espera: o fluye o se estanca. Y cuando se estanca, se pudre. En eso, la gestión del agua y la de los acuerdos humanos se parecen: ambas necesitan movimiento y propósito.


El cambio ocurre cuando alguien deja de hablar y empieza a hacer. Instalar un pozo, reparar un sistema, distribuir filtros: ahí se transforma la realidad. En Chile, a veces confundimos conversación con avance. Pero hablar sin actuar es como mirar el río sin tomar el agua.


No se trata de perder la calidez, sino de reaprender la franqueza: decir que no con respeto, decir que sí con compromiso. Un país que quiere transformar no puede perder tiempo en la indecisión. Frente a los desafíos del agua, el clima y la desigualdad, la inacción es un lujo que no podemos permitirnos.


Tal vez esa sea la lección más profunda de mi regreso: que la amabilidad sin acción es solo una forma elegante de inmovilidad. Y que, si queremos un futuro más justo, debemos atrevernos a ser claros, valientes y ejecutivos.


Porque el agua -como la confianza y como la vida- solo fluye cuando nos movemos.


María José Terré, 

Directora Ejecutiva de Water is Life

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