La transición energética dejó de ser un ideal ambiental para transformarse en una cuestión de soberanía. En un mundo tensionado por crisis geopolíticas y climáticas, la energía volvió a ser un activo estratégico. Europa lo aprendió tras la guerra en Ucrania, cuando su dependencia del gas ruso obligó a reabrir centrales a carbón y a acelerar inversiones en redes y almacenamiento. La autonomía energética no es un discurso verde, sino una condición de independencia nacional.
Chile enfrenta hoy una paradoja. Posee una de las matrices más limpias y ambiciosas de América Latina —más del 60% de su generación eléctrica proviene de fuentes renovables—, pero carece de la infraestructura que permita aprovecharla plenamente. El norte produce más energía solar de la que puede transportar; el sur experimenta cortes y congestión por falta de líneas de transmisión; y los proyectos eólicos o de hidrógeno verde esperan permisos, carreteras, subestaciones y puertos que no existen. El cuello de botella ya no está en la generación, sino en la infraestructura.
La experiencia internacional demuestra que la transición energética solo se consolida cuando se invierte en redes. España, tras dos décadas de expansión eléctrica y digitalización, logró integrar más del 50% de energía renovable sin comprometer la estabilidad del sistema. Australia ejecuta el programa Rewiring the Nation, con más de 20.000 millones de dólares australianos destinados a modernizar su red de transmisión y almacenamiento. En contraste, Sudáfrica —con un potencial solar comparable al del norte chileno— sufre apagones estructurales por no invertir a tiempo en infraestructura crítica.
En Chile, el desafío es de escala. Según el Plan Nacional de Infraestructura 2025–2055, la inversión necesaria supera los 150 billones de pesos (equivalentes a unos 160.000 millones de dólares). Pero más importante que el monto es la gobernanza: la coordinación entre el Estado, las regiones y el sector privado. Hoy los plazos de tramitación ambiental, licitación y conexión eléctrica pueden superar los ocho años. Alemania, que logró reducirlos a menos de tres mediante planificación territorial anticipada y ventanillas únicas, muestra que la eficiencia institucional es tan relevante como la capacidad financiera.
La soberanía energética exige reglas claras, licitaciones oportunas y un marco regulatorio que reduzca la incertidumbre jurídica. Sin estabilidad normativa, los proyectos avanzan al ritmo de los tribunales, no del desarrollo. La creación de una agencia técnica con autonomía, que planifique la infraestructura estratégica con visión de Estado, podría ser un paso decisivo para evitar la fragmentación institucional que hoy frena el crecimiento energético.
Chile tiene sol, viento, puertos y capital humano. Lo que falta es una infraestructura que los conecte y una institucionalidad que los coordine. La soberanía energética no se decreta: se construye con planificación, inversión y estabilidad regulatoria. Porque solo un país que puede transportar, almacenar y distribuir su propia energía puede llamarse realmente independiente.
Y porque la energía —como la soberanía— no se promete: se construye.
Catalina Binder
Vicepresidenta del CPI