​Bebek al Atardecer: Orhan Pamuk y las Melancolías del Sur Global (Desde la mirada de un académico chileno)

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Gonzalo Jiménez

El Bósforo se extiende como un espejo líquido —mitad espejismo, mitad herida— mientras el sol se hunde tras las cúpulas de Estambul. Aquí, en Bebek, donde las fachadas neoclásicas de las mansiones que acá llaman yalı, conviven con el bullicio de los “çay”, esas tazas de té, servidas en vasos que recuerdan relojes de arena, Orhan Pamuk nos enseñó a leer no solo una ciudad, sino una condición: “la de habitar un umbral”. Turquía, como América Latina, es un manuscrito reescrito mil veces de derrotas y esperanzas, un territorio donde la identidad se escribe en tinta borrada por siglos de proyectos ajenos.


Pamuk escribió que Estambul lleva su melancolía (“hüzün”) como un luto colectivo por lo que pudo ser y no fue. ¿Acaso Santiago, Buenos Aires o Lima no cargan con sus propias nostalgias de modernidades truncas? En Bebek, los cafés imitan a París, pero el aroma a especias, el crujido de la seda y el sonido de la oración, el “ezan”, traicionan la farsa. Nuestras capitales, con sus avenidas copiadas de Haussmann y sus mercados donde aún se venden hierbas mapuches o quechuas, repiten el mismo guion: “el globalismo como traducción imperfecta, como mascarada necesaria”. Bebek, como el Barrio Yungay o La Boca o Barranco son espacios de fricción identitaria


Borges —ese argentino que soñaba con el Islam y la Cábala— dijo que los escritores del Sur debemos robar el fuego de todas las tradiciones, porque no nos pertenece ninguna por completo. Turquía lo sabe: su literatura bebe de Rumi y de Sartre, como la nuestra de Neruda y Balzac o Faulkner. En este atardecer, mientras las gaviotas rasgan el cielo sobre el Bósforo, pienso en el Mapocho contaminado, en los cerros de Valparaíso que se desmoronan como imperios. ¿No es acaso nuestra tragedia común la de ser "demasiado mundo" en un solo lugar?


El profesor Néstor García Canclini llamó a esto “culturas híbridas", pero Pamuk lo nombra más descarnadamente: "la vergüenza de ser uno mismo y, a la vez, anhelar ser otro". Bebek, con sus bancos públicos donde adolescentes en jeans escuchan trap turco y abuelos de largas barbas repiten versos de Rumi, es un retrato de nuestra época: “el localismo como decorado, el cosmopolitismo como mandato”. América Latina, como Estambul, es un archivo de futuros cancelados.


Sin embargo, cuando la última luz del día se refleja en los ventanales de la Marmara Üniversite —edificio moderno junto a una mezquita del siglo XVI—, algo persiste: “la terquedad de lo vernáculo”. El pan “simit” que se vende en la calle sabe igual que hace cien años; el saludo "Merhaba" resuena igual en boca de un ejecutivo o de un pescador. En Chile, la empanada de pino sobrevive en los foodtrucks gourmet, y el "weón" se cuela en los discursos de los ministros.


Al final, quizás la respuesta esté en lo que Pamuk intuyó y Borges celebró: “somos lo que recordamos, incluso si la memoria es un collage de préstamos”. El atardecer en Bebek no es turco, ni europeo, ni asiático; es el crepúsculo de un mundo que ya no cree en las fronteras, pero tampoco en los relatos únicos. América Latina, con sus espejos rotos, lo entiende demasiado bien.


¿Cómo movernos entonces en un mundo en que el auto-nominado guardián del orden mundial se convierte en catalizador del caos? Quizás hay más opciones en la construcción de relatos propios que en seguir jugando el papel que nos han asignado. Quizás ya no hay que elegir entre dos modelos ni intentar imitar a cinco naciones, que ya no son ejemplares. Quizás hay que abrazar un mundo más bizarro, mixturado y vibrante de nuevos actores, nuevas miradas y nuevas relaciones. Ese parece ser el umbral que debemos aprender a habitar, de Bebek al Barrio Lastarria, El Callao o Caminito.


Gonzalo Jiménez Seminario, 

CEO de Proteus y profesor adjunto de Ingeniería UC. 

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