La ética debiera ser la mayor virtud de la política ya que de su fortaleza surge la calidad de la gobernanza y el bienestar de la sociedad. Así, la política pública, como el conjunto de decisiones y acciones que toman los gobiernos para abordar problemáticas sociales, económicas y ambientales, no puede escindirse de estas consideraciones. La integridad y la moralidad en el diseño e implementación de políticas fomentan la confianza ciudadana y aseguran que los intereses de la colectividad sean priorizados por sobre los intereses particulares. La política pública debe estar orientada siempre hacia el bien común.
Los responsables de la formulación de políticas deben considerar no solo la efectividad de sus decisiones, sino también la justicia y la equidad de sus resultados. Una mayor participación ciudadana, sin duda fortalecería la legitimidad de las decisiones y aseguraría que estas políticas respondan a las necesidades reales de la población y no de un grupo de interés determinado.
La transparencia debiese ser un principio ético ancla y fundamental. Sabemos que situaciones opacas en los procesos decisionales públicos suelen conducir o favorecer la corrupción y la pérdida de institucionalidad. Los ciudadanos deben involucrarse y exigir rendiciones de cuentas a los actores políticos y gobernantes y estos últimos tienen el deber ser precisos en la justificación de sus decisiones. La ética, en este caso procede como una salvaguarda contra los abusos de poder por parte de los funcionarios públicos.
Las decisiones políticas tienen un impacto en las personas, y es necesario que los diferentes actores involucrados en estas decisiones asuman la responsabilidad de sus acciones. En caso contrario, la mala política y los eventuales delitos que de ella surjan, no tienen costos. Luego, la ética se convierte en un marco que conduce la reflexión y la acción favoreciendo opciones que beneficien a las generaciones presentes y futuras.
A pesar de la relevancia de la ética en la política y en la política pública, suele ser común apreciar una total desconexión entre los principios éticos y la praxis. La presión por resultados inmediatos, la búsqueda del poder y el clientelismo socavan los valores que debiesen guiar la conducta de los funcionarios públicos.
La ética, su conocimiento y práctica debiera formar parte del currículo escolar temprano, en las mallas de la educación superior y también en el mundo del trabajo. La política es un ámbito de este último y dada la notoriedad pública de quienes la ejercen, su responsabilidad será siempre mayor.
Américo Ibarra Lara
Director Observatorio en Política Pública del Territorio
Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido
Universidad de Santiago de Chile