En Chile se habla cada vez más de diversidad e inclusión, pero los avances aún conviven con una brecha significativa entre lo que se declara y lo que realmente ocurre en las organizaciones. La Ley 21.015 marcó un punto de inflexión al instalar la discusión en la agenda empresarial, sin embargo, no basta con cumplir una cuota para asegurar igualdad de oportunidades. Hoy el desafío es pasar de las obligaciones mínimas a un modelo más maduro, donde la inclusión forme parte de la estrategia, la cultura y la gestión del talento.
Las cifras lo confirman: según datos del Senadis, solo un tercio de las personas con discapacidad participa del mercado laboral, y muchas veces lo hace en roles que no reflejan sus competencias ni proyectan desarrollo. Esta realidad evidencia que, aunque se ha avanzado en normativas, aún falta traducir esos marcos legales en prácticas profundas y sostenidas. Persisten barreras culturales, sesgos inconscientes y brechas de accesibilidad que continúan limitando la plena participación laboral.
El debate no puede centrarse solo en discursos o fechas conmemorativas, sino en compromisos transformadores que generen acceso real al empleo, programas de formación pertinentes y acompañamiento continuo. Desde distintas experiencias en terreno, hemos visto que las oportunidades laborales se amplían cuando existen procesos integrales: formación, empleabilidad, desarrollo de talento y apoyo durante la inserción. Esa articulación, desplegada en distintos territorios, demuestra que es posible abrir espacios concretos para personas con discapacidad cuando el enfoque es serio y sostenido.
Al mismo tiempo, construir culturas inclusivas es un proceso mucho más profundo que un conjunto de declaraciones. Requiere liderazgo consciente, formación de equipos, sensibilización activa y un cambio cultural deliberado. Las organizaciones que avanzan de manera consistente son aquellas que reconocen que la inclusión no es un acto simbólico, sino un camino que implica diseñar protocolos, revisar prácticas, acompañar la gestión del talento y generar rutas de inclusión laboral con sentido estratégico. La cultura no cambia por voluntad, sino por acción: acciones sostenidas, indicadores, seguimiento y un compromiso colectivo que atraviesa a toda la empresa.
Y es aquí donde surge un punto clave: la inclusión no es responsabilidad exclusiva de las áreas de Recursos Humanos, sino del negocio completo. Cuando se delega únicamente a un departamento, los avances se vuelven frágiles, lentos o aislados. Las empresas que realmente transforman su cultura son aquellas que incorporan la inclusión en su estrategia corporativa, en sus indicadores de gestión y en su propósito organizacional. Es decir, cuando líderes, mandos medios, equipos operativos y dirección ejecutiva lo entienden como parte central del funcionamiento, no como un proyecto paralelo.
Al comparar la realidad chilena con la de otros países, queda claro que aún podemos elevar nuestro estándar. Economías más desarrolladas han logrado instalar ecosistemas que combinan políticas públicas, incentivos, formación continua y accesibilidad universal. Chile puede avanzar hacia un modelo similar, donde las empresas no actúen solas, sino dentro de un entorno que impulse, articule y facilite la inclusión efectiva.
El desafío para la próxima década es pasar del cumplimiento mínimo a la construcción de culturas inclusivas reales. Esto implica integrar la inclusión en la estrategia del negocio, formar a los equipos, reducir barreras y comprender que la diversidad no es un problema que gestionar, sino un activo que impulsa la innovación, la productividad y el bienestar laboral.
La inclusión no puede seguir siendo un gesto simbólico ni una respuesta a una obligación legal. Es un componente esencial del desarrollo humano y empresarial. Y si Chile quiere avanzar hacia un mercado laboral más justo, más competitivo y más sostenible, la única ruta posible es asumir la inclusión como un compromiso transformador y colectivo.
Por Jonathan Oyanadel, Jefe de proyectos sociales, diversidad e inclusión de Teamclass