El costo del populismo

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Luis Riveros

En noviembre de 2019, época de protestas y del estallido social, el Gobierno de Sebastián Piñera propuso la Ley 21.185, que congelaba las tarifas eléctricas para revertir el aumento de 9,2% que tendrían las cuentas de luz. Es de notar que las tarifas eléctricas son reguladas y fijadas por la autoridad, por lo que sus variaciones no corresponden a una decisión de las empresas distribuidoras eléctricas, las que solo están mandatadas a aplicarlas. Así, en medio de presiones tras la violencia que se tomaba las calles, el Congreso no titubeó y le dio luz verde a la reforma. Se estableció un “Mecanismo de Precios Estabilizados al Cliente”, denominado PEC 1 que envolvía una deuda del Estado con las empresas generadoras. Tres años más tarde, fue el propio parlamento el que decidió prorrogar esta situación por un período adicional, bajo argumentos propios de una decisión populista. En efecto, se aludió a la débil situación de las finanzas del hogar y a la necesidad de impulsar una mayor recuperación productiva, frente a lo cual no era conveniente la presión de costos que significaba un reajuste tarifario en ese entonces. Todo esto acumulaba una significativa deuda contraída con las empresas, pero que siempre se vio como algo que se podría pagar con el mayor crecimiento económico. Pero esta situación en el presente año ha llegado a una deuda total que alcanza más o menos a 2 puntos del PIB y que significará un abultado reajuste de tarifas para los consumidores: hogares y empresas. Naturalmente, se trata de un ajuste significativo que profundiza la situación de desmedro económico que sufren los hogares chilenos, junto a una difícil situación que caracteriza al sector productivo. En esto es particularmente sensible el caso de las medianas y pequeñas empresas, que sobreviven con una acentuada caída de la demanda y que ahora se verán perjudicadas por una importante alza de costos. El populismo ha hecho su trabajo: bajo argumentos muy sensibles del punto de vista socio económico se tomaron decisiones que dispararon el tema en el tiempo, al punto que ya no es posible renovar la misma decisión hacia los años venideros. Hoy hay que asumir los costos de aquello en lo cual ni consumidores ni productores fueron debidamente consultados. Llego el tiempo de los lamentos, como ha ocurrido en tantas ocasiones y lugares con decisiones muy populares en el corto plazo, pero simplemente desastrosas en el largo plazo.


La decisión de congelamiento tarifario adoptado el año 2019 estuvo significativamente respaldada por los acontecimientos de fines del año 2018, en la forma de severas protestas y el virtual intento de derrocamiento del gobierno de ese entonces. Uno de los lemas vigentes en esos días se refería al reajuste de 30 pesos que sufrirían los usuarios del transporte público, y no se quería alimentar esa protesta con un reajuste de las tarifas eléctricas como debía ocurrir producto de los incrementos en los costos de producción. Esta decisión y la del año 2022 dejaron de lado los consejos técnicos, puesto que en ambos casos había prioridades políticas que les antecedían y que se inspiraban en un cierto “realismo populista”, cuya agenda siempre deja de lado los costos previstos y enfatiza el logro de una pretendida paz social.


Hoy la cuestión es que hay que asumir el costo de poco más de dos puntos del PIB, que es la deuda acumulada por el Estado chileno en estos más de cuatro años. El tema no termina ahí, puesto que el Estado emitirá nuevos compromisos financieros a mayor plazo para pagar la deuda. Pero habrá también que ajustar las tarifas para ponerlas al nivel que corresponde a los costos de generación. Es decir, habrá un efecto de mayores precios en el corto plazo, especialmente por el efecto directo tarifario como por el indirecto: los mayores costos de producción de los bienes y servicios. Entonces esto significará que el Banco Central deberá reexaminar sus estimaciones de inflación esperada, cosa que parece no haberse hecho anticipando la situación creada por la deuda del fisco. Y todo esto también conducirá a un aumento en las tasas de interés, con lo cual el consumidor tendrá mayor inflación a la vez que mayores costos crediticios.


Las políticas populistas siempre tienen como telón de fondo esta ambición de engañar a la gente, para que disfrute en corto plazo aquello que inefablemente tendrá que pagar en el largo plazo. El caso chileno es aún más intrigante, puesto que todas estas medidas se adoptaron con la participación de economistas profesionales muy bien calificados, cuya voz fue aparentemente silenciada por la aplastante mayoría de una decisión vista como “popular”, que se transforma en “vapuleada” a la hora de asumir todos el costo.


Profesor Luis A. Riveros

Universidad Central

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