Pesadilla de la que no se despierta

|

Luis RiverosLatinoamérica ha sido siempre víctima de un populismo que denuncia falencias y promete superar de modo permanente los prevalecientes problemas de atraso y pobreza. Sin embargo, usualmente, tales fines tropiezan con la realidad de escasez de recursos y de poca credibilidad de los países en el ambiente mundial, llevando a que los mismos se sumerjan en una serie de crisis estructurales cuya salida ha radicado tradicionalmente en el desencanto y la violencia. La historia muestra esta sucesión de procesos como una espiral a la que adhieren muchas sociedades en la esperanza de hacer desaparecer la pobreza estructural, la extrema desigualdad económica y social y la escasez de bienes públicos. Los esfuerzos basados en discursos ideológicos, atractivos como pueden serlo, no han sido suficientes para mantener el compromiso de la gente y, en ausencia de metas realistas de largo plazo, el desencanto cunde mucho más fuerte que cualquier intento por cubrirlo con medidas cortoplacistas. Todo esto, junto a la usual denuncia contra poderes supra nacionales que tratarían de detener el éxito de los modelos rupturistas por medio de bloqueos económicos o simplemente de una confabulación transnacional organizada con la complicidad del capital doméstico.

Esta es una historia que se ha repetido muchas veces, pero que no debería tener lugar en los días presentes, cuando prevalece una creciente globalización, una enorme difusión de la información, y un sustancial cambio en el ambiente internacional. Los países otrora pobres del Asia, por ejemplo, han surgido como potencias debido justamente a un potente ahorro doméstico y los esfuerzos de inversión, junto a la innovación tecnológica y a la práctica de economías de mercado guiadas por el objetivo de crecimiento y ganancia. Ha prevalecido un nuevo modelo de desarrollo, que no ha desechado las bases tradicionales del crecimiento y las mejoras distributivas. La República Popular China es otro ejemplo indiscutible en esta materia, país que recientemente declaró derrotada a la pobreza en que estuvo sumida durante el siglo XX, todo ello gracias al libre mercado y la instauración de serias políticas regulatorias. Tampoco se ha adoptado en nuestros países el relato sobre la experiencia de los países nórdicos, donde la instauración de economías de mercado y de adecuados incentivos al desenvolvimiento privado, complementados por adecuada regulación, han permitido verdadero estados de bienestar, que minimizan las clásicas disputas de clase que predominan en el discurso político en Latinoamérica. Los promotores de la proclama tradicional siguen apostando a que la gente no observa el entorno mundial, no aprecia las contradicciones de los modelos “reivindicacionistas” y no valora el progreso material como primordial resultado del esfuerzo individual. Por el contrario, el populismo Latinoamericano incentiva la dependencia del Estado como una forma, ya no tan sutil, de conservar el poder político en manos del mismo tipo de actores que han siempre profitado de su administración.

Argentina es, en estos días, un caso trágico que demuestra el estrepitoso choque con la realidad de medidas basadas en puro voluntarismo y pasado. El producto por habitante en Argentina en los últimos 40 años ha crecido en sólo 7.5%, mientras, en contraste, en Uruguay lo hizo en 91.8% y Perú en 50.7%. En Chile, en el intertanto, ha crecido en más de 160%. Y mientras la pobreza se ha venido reduciendo significativamente en casi todos los países, en Argentina ha llegado a ser una de las más altas de Latinoamérica. Pero, además, la inversión se está marchando del país por los temores que despiertan muchos anuncios y medidas, y por primera vez en muchos años Argentina sufre desabastecimiento y una verdadera crisis del empleo. La pandemia la ha afectado, con una caída el año 2020 del PIB de casi 10%%, y una recuperación lenta y menor que se complementa con una tasa de inflación esperada de alrededor de 50% al año en 2021 y 2022. Esta desgracia reviste niveles inéditos para un país con la cantidad de recursos naturales, situación que sólo tiene comparación con Venezuela, también un país rico hace pocos años pero que se contagió con un discurso populista y medidas económicas inefectivas: el producto per cápita en los últimos cuarenta años descendió en 75.8%, mientras que la inflación durante el año 2020 alcanzó a 2.900%(¡!) y este año se espera que bordee 1.700%. No se trata ya de ser “pro” o “anti” capitalista, o de un puro análisis sobre la efectividad de las políticas o de énfasis sólo en lo cuantitativo. Se trata del sufrimiento humano que envuelven estas situaciones, y del futuro de niños y jóvenes que se verá por siempre frustrado mientras los discursos políticos inundarán con amenazas y atribuciones de culpas al poder del capital y la intervención foránea. Una verdadera pesadilla, de la cual no despertaremos fácilmente y que nos sumirá en un creciente desaliento en medio de la tradicional protesta, de la endémica frustración y de la violencia e interrupción de la democracia como inefables y contradictorios signos de lo nuevo.


Prof. Luis A. Riveros 

europapress