Un desenlace funesto

|

Luis Riveros (columnista)Nuestra Nación ha sido gestada en medio de acciones violentas, que de alguna manera traducen o reflejan nuestro modo de ser, nuestro ethos nacional. Violencia que, como método social para resolver diferencias, especialmente con relación a temas que tienen que ver con el poder, no ha sido excepcional, sino más bien una cuestión consuetudinaria en nuestra historia. Es posiblemente este legado terrible el que estamos hoy día observando con sorpresa y temor. No olvidemos que la primera gran disputa en nuestro medio, a poco de alcanzar la independencia, se desató en Lircay, sangriento enfrentamiento del cual surgió un grupo vencedor que instauró un régimen de consolidación de la nacionalidad y del Estado. Hacia mediados de siglo, las aspiraciones regionalistas y de los grupos de medianos mineros en el norte y empresarios del centro sur del país, llevó a varias acciones de enfrentamiento entre las fuerzas del Estado y de aquellos sublevados. Pero sería la guerra civil de 1891 la que dejaría una significativa estela de sangre chilena derramada por chilenos, forma feroz para resolver la disputa creada entre el gobierno central y el parlamento, una resolución que dejaría muchas tareas pendientes hacia los próximos 30 años. La matanza de la Escuela Santa María en Iquique a inicios del siglo XX fue un acto de horror cometido contra trabajadores salitreros y sus familias, un acto vergonzoso que no tenía ninguna justificación trascendental, en un período además en que ya Mc Iver recordaba que los chilenos no eramos felices. Muchos desordenes anarquistas ocurrieron en las primeras dos décadas del siglo XX, estimuladas por un creciente ideologismo anidado en organizaciones obreras y estudiantiles. La nueva Constitución de 1925 y las reformas sociales y económicas que con posterioridad llevó adelante Aguirre Cerda fueron una pausa sobre los violentos episodios que llevaron al abatimiento de las puertas de la Universidad de Chile y a la matanza en el edificio del seguro obrero. Desde la década de 1940, sin embargo, Chile no estuvo exento de confrontaciones enmarcadas en el ya instalado marco ideológico de la Guerra Fría, con sucesivos eventos que marcaron el desarrollo de un enfrentamiento de clases que los gobiernos a menudo administraron con enormes dificultades, en medio de un debilitamiento de las fuerzas de centro. No se había perdido liderazgo presidencial, pero la ola de manifestaciones políticas que propugnaban el avance hacia el socialismo, se hizo creciente, hasta que el propio Presidente Allende, un líder nacido en la democracia política, declarara que se debía hacer uso de la violencia revolucionaria. Con ello puso un punto final a la difícil convivencia democrática de la segunda mitad del siglo XX, y dio paso al golpe militar de 1973, que fue la acción violenta de mayor trascendencia de la historia republicana. Contradictoriamente con estos antecedentes históricos, el país pudo efectuar una transición a la democracia en forma ejemplar en 1990, sin la violencia que muchos propugnaron debía ser inherente. La transición política chilena se acompañó de un innegable éxito económico a pesar de los múltiples problemas no resueltos o no adecuadamente atendidos.

Es indudable que, cuando se examina la historia política chilena de largo plazo, el concepto de violencia es el que aparece más a menudo como fórmula de resolución de conflictos. Por eso, los actuales desarrollos no deberían sorprendernos, a pesar de lo graves y luctuosos que ellos son, puesto que no sólo siguen una historia de larga duración, sino que obedece a los “asuntos pendientes” que muchos observan prevalecientes en el actual desarrollo chileno. Quizás haya dos factores que están agravando esta situación. En primer lugar, el conflicto no tiene un norte definido, una propuesta o un curso de acción que el mismo favorezca, más allá del rompimiento de la institucionalidad, el debilitamiento de la fuerza del Estado y la renuncia del Presidente. Esta no es ya una protesta social estrictamente hablando, sino que una demostración de fuerza callejera que impone terror en la población y aspira a la destrucción de todo vestigio del “modelo” vigente. Es notable que no existan liderazgos que encabecen este movimiento y que articulen una propuesta capaz de conducir a la masa a las acciones de encuentro que todo conflicto necesita. Pero lo segundo, y más grave, es que no existe liderazgo presidencial, que garantice el estado de derecho y anteponga el diálogo con los disconformes, frente al cual no es suficiente el acuerdo que propicie un rechazo a la violencia. Esta debilidad contradice los antecedentes de los gobiernos del siglo XX, con grandes Presidentes que pusieron mano firme para enfrentar y encauzar los conflictos, incluyendo la exitosa transición encabezada por el Presidente Aylwin. Más grave aún que esto ocurra en el marco del descrédito de los Poderes del Estado, repetidamente castigados por la ciudadanía en la encuestas de opinión

No siempre ha triunfado el acuerdo en nuestro país y la violencia logra instalar sus propios términos para resolver los conflictos. Por eso el liderazgo conductor y el rol activo de los Poderes del Estado debe ser firme en la dirección de sostener la institucionalidad y defender el estado de derecho. Cuando eso no existe, y no hay realmente agenda comprometida en materia de cambios económicos y sociales, se encuentra abierta la puerta a un enfrentamiento que terminará de forma funesta.


Prof. Luis A. Riveros

europapress