El otro día, mientras leía la letra de nuestro Himno Nacional, me detuve a reflexionar en la última frase de la primera estrofa vigente, aquella que evoca un futuro esplendor para nuestro país gracias a sus riquezas naturales, como el mar. Esa expresión encierra una promesa: la de un horizonte siempre esperanzador, propio de las corrientes intelectuales del siglo XIX, que veían en América un territorio de promesas, donde los sueños podían hacerse realidad porque el futuro era, por definición, posible.
Sin embargo —y sin caer en pesimismos excesivos— ese esplendor parece hoy opacado por el panorama fiscal que deberá enfrentar el próximo gobierno que asuma en marzo de 2026, el cual tendrá que financiarse bajo la ley actualmente en discusión en el Congreso.
Dicha discusión sufrió un traspié significativo cuando la autoridad reconoció públicamente errores en las proyecciones de ingresos y gastos, lo que llevó a revisar las metas de Balance Estructural (BE). El fundamento presentado incluyó fallas en la estimación de ingresos tributarios, ajustes metodológicos, riesgos de prociclicidad, un esfuerzo fiscal considerado excesivo y un contexto internacional incierto. En otras palabras, el primer ejercicio de proyección de ingresos y egresos para 2026 no consideró diversos factores críticos, lo que inevitablemente abre dudas sobre la discrecionalidad política, la transparencia y la eficiencia del Estado.
La semana pasada, el Consejo Fiscal Autónomo (CFA) manifestó sus reparos ante este reconocimiento de errores, señalando que no resulta justificable invocar “causales extraordinarias” para modificar las metas fiscales en una proyección tan sensible para la próxima administración. Además, advirtió que una mayor brecha entre ingresos y gastos obligará al país a incrementar su endeudamiento, afectando la imagen crediticia internacional de Chile.
A mi juicio, el problema de fondo radica en una excesiva confianza en la recaudación fiscal, que constituye la principal fuente de ingresos del Estado. Recaudar implica extraer recursos de la población —empresas y personas naturales— y, por tanto, tiene un impacto directo sobre el bienestar ciudadano.
Un amigo, molesto, me dijo hace poco que “los impuestos no son un robo”, como suelen afirmar algunos candidatos. Es cierto; pero también lo es que los tributos se cobran para financiar bienes y servicios públicos que la autoridad promete entregar. Si, como ya ha reconocido el propio gobierno saliente, muchas de esas promesas no podrán cumplirse, ¿qué puede pensar el contribuyente sino que se le han quitado recursos sin contraprestación efectiva?
Economistas como don Victorio Corbo han planteado la urgencia de elevar el crecimiento tendencial del país, atacando las causas estructurales del estancamiento. Para ello se requiere remover obstáculos a la inversión, promover el ahorro nacional, mejorar el capital humano y generar condiciones que impulsen la productividad. Estas metas pueden abordarse mediante incentivos tributarios, aunque impliquen una reducción temporal de la recaudación.
Así, la inversión puede estimularse con rebajas en el impuesto a la renta; el ahorro, mediante exenciones o beneficios impositivos; la mejora del capital humano, a través de un crédito SENCE más eficaz; y la innovación, mediante créditos o rebajas tributarias que premien proyectos productivos.
Elevar el crecimiento tendencial no es tarea fácil, pero las herramientas existen. Lo complejo será compatibilizar esos incentivos con la sostenibilidad de las finanzas públicas, un desafío que el futuro gobierno deberá afrontar con realismo y prudencia para evitar una estrechez de liquidez que derive en tensiones sociales.
Ojalá las próximas autoridades cuenten con la visión y las capacidades necesarias para resolver este verdadero intríngulis económico, que pone en duda —al menos por ahora— el esplendor de nuestro futuro.
Prof. Germán R. Pinto Perry
Director Programas de Especialización Tributaria
Centro de Investigación y Estudios Tributarios NRC
Universidad de Santiago