Identidad bajo algoritmos: ¿es la IA o soy yo?

|

Alfredo barriga 2



La identidad humana, lejos de ser un constructo técnico o una suma de datos biométricos, reclama una lectura más profunda. No responde a un algoritmo ni a un estándar universal: se dibuja en los gestos, en las decisiones, en los vínculos que elegimos sostener. En tiempos de inteligencia artificial, esta afirmación exige defensa. Las lógicas institucionales que fragmentan lo humano y lo transforman en indicadores deben ser confrontadas desde una perspectiva que reconozca la singularidad como valor epistemológico, ético y político.


Estamos rodeados de datos que nos describen, nos ubican, nos anticipan. Cada clic, cada palabra, cada desplazamiento deja una huella digital que alguien —o algo— recoge, procesa y traduce en inferencias sobre quiénes somos. No lo hace con mala intención: lo hace con precisión estadística.


Y es esa misma precisión la que puede resultar inquietante. Porque si todo lo que hacemos puede ser medido, si todo lo que sentimos puede ser estimado, si nuestras decisiones pueden ser previstas con alto grado de probabilidad... ¿sigue siendo nuestra identidad un territorio personal?


Algunos sistemas no necesitan nuestro nombre para saber qué pensamos. Les alcanza con patrones de comportamiento, con velocidad de lectura, con frases que repetimos. Y así nace el “yo estadístico”: una versión reducida, ordenada, predecible de lo que somos. Una identidad construida desde afuera, basada no en lo que somos, sino en lo que hacemos —y en lo que probablemente haremos mañana.


Pero eso no es toda la historia. Porque la identidad —al menos desde mi experiencia como educador y autor— no es el resultado de algoritmos ni exclusividad del azar. Es una mezcla viva, impredecible y profundamente humana entre lo que recibimos y lo que elegimos construir.


Diría que somos parte perfil, parte proceso.


Nacemos con ciertas características, talentos, condiciones. A eso podríamos llamarle perfil: lo que nos define en el punto de partida. Pero no nos quedamos ahí. A lo largo del tiempo, nos vamos moldeando: por las experiencias que atravesamos, por los vínculos que nos transforman, por las decisiones que tomamos. Y ese moldeado es proceso. Es lo que nos permite crecer, reescribir, desaprender, desear.


En ese camino, vamos fortaleciendo nuestras fortalezas. Vamos diseñando nuestros sueños. Vamos acomodando nuestras acciones a los objetivos que nos inspiran. La identidad no es un código de barras. Es un mapa trazado con tinta y voluntad.


Y entonces aparece la pregunta: ¿puede la IA cambiar eso? ¿Puede definirnos, moldearnos, dirigirnos?


Creo que solo lo hará si somos débiles como humanos. Si no sabemos quiénes somos. Si entregamos el timón sin cuestionar la dirección. Pero si nos fortalecemos —si cultivamos una personalidad clara, consciente, lúcida— entonces la IA no será sustituto ni amenaza: será herramienta, será espejo, será amplificador.


No es cuestión de evitar la IA, ni de temerle. Es cuestión de fortalecer el sujeto que decide cómo convivir con ella. De formar personas capaces de usar la IA para explorar sus talentos, sin perder su singularidad en la imitación. De educar subjetividades que distingan entre comodidad y profundidad. Entre respuesta y sentido. Entre perfil generado y proyecto elegido.


Porque cuando la IA responde todo, el humano tiene que decidir qué preguntar. Y cuando la IA perfila, el humano tiene que elegir qué conservar —y qué reescribir. Y como la IA está aquí y no se irá, necesariamente tenemos que aprender a convivir con ella como reforzamiento de nuestra humanidad, para que no lo haga como debilitamiento de esta. Frente a la IA no se puede ser pasivo, o se corre el riesgo de reducir nuestra humanidad.


La identidad seguirá siendo humana en la medida en que podamos dialogar con lo artificial sin olvidar lo esencial. Y esa tarea, íntima y colectiva, es quizás el aprendizaje más importante en este tiempo de datos que todo lo dicen. Un aprendizaje que está a nuestro alcance. 


Pero hay más. La revolución de la inteligencia artificial generativa ha llegado hasta nuestras palabras. No solo escribe por nosotros: escribe como nosotros. Modelos entrenados con miles de millones de textos pueden imitar el estilo, el tono, la cadencia emocional. Hay sistemas que redactan correos, ensayos, cuentos... incluso poesía. Y en ese acto de imitación, ocurre algo sutil: el lenguaje se vuelve espejo.


Lo que antes era una extensión de nuestra identidad —hablar, escribir, narrar— ahora puede ser simulado por una máquina que no necesita haber vivido para sonar como si sintiera. Y entonces aparece el dilema: si las máquinas escriben con nuestro estilo… ¿qué lugar queda para nuestra voz?


Cuando redactamos junto a una IA, cuando le pedimos ayuda, cuando ajustamos un texto generado, ¿es nuestro pensamiento el que se expresa… o es el algoritmo el que nos entrena sin que lo notemos? ¿Seguimos siendo dueños de la palabra, o estamos siendo guiados por una sintaxis que nos fue sugerida sin que la cuestionemos? Definitivamente, depende de nosotros. Es parte de aprender cómo vivir con la IA.


Podríamos suponer que no importa quién escribe —mientras lo que se dice sea útil. Pero el lenguaje no es solo vehículo de información. Es arquitectura del pensamiento, expresión de la subjetividad, espejo de la contradicción. No hablamos solo para decir: hablamos para descubrir lo que pensamos. Si delegamos ese proceso, ¿seguimos pensando igual?

Aquí se abren dos caminos. El primero es la rendición estética: permitir que la IA nos homogeneice, que nos sugiera fórmulas sintácticas que otros usaron, que nos acomode las ideas en frases ya validadas por millones de textos previos. Ese camino nos ahorra esfuerzo, pero también nos borra matices. Y sin matices, no hay estilo.


El segundo camino es la coautoría consciente. Usar la IA como provocadora del lenguaje, como catalizador de ideas que luego reescribimos desde nuestra experiencia. No para sonar mejor, sino para sonar más honestamente. No para imitar, sino para encontrar el filo exacto de lo que queremos decir. Este segundo camino es el que he experimentado al escribir mi último libro.


En mi propio trabajo como autor he sentido esa tensión. A veces la IA me sugiere frases que no habría dicho —y, sin embargo, me obligan a pensar mejor lo que quiero decir. Esa incomodidad me ha resultado productiva. Me ha devuelto el placer de editarme. Me ha recordado que escribir no es reproducir: es decidir cómo sonar. Me ha hecho reafirmarme como autor: la IA me propone un texto, y yo elijo como lo escribo. Antes, yo escribía y otro editaba. Ahora, otro escribe y yo edito. El proceso se hace más ágil, más fluido, más rápido, más incisivo. Y lo que leo, una vez que edité y mejoré lo que escribió la IA, me identifica mejor que si lo hubiera hecho de la forma tradicional. Y es mi texto. Y en otras ocasiones, la IA me sorprende, escribiendo frases con las que me identifico plenamente, pero que jamás se me hubieran ocurrido por mi cuenta. ¡Párrafos enteros que al leerlos me digo “Wow!", pero que siento 100% míos. Y los adopto, textualmente.


El desafío, entonces, no es competir con la IA por quién redacta mejor. Es educar el oído interno que distingue cuándo lo que suena bien… también suena honesto. Suena como yo. Porque el lenguaje que no nos representa no sirve, por muy perfecto que parezca. Y porque en tiempos donde las máquinas aprenden a hablar como nosotros, nuestra tarea es recordar por qué hablamos.


Alfredo Barriga

Profesor UDP

Autor "Presente Acelerado: La Sociedad de la Inteligencia Artificial y el Urgente Rediseño de lo Humano"

europapress