​Elisabeth y Los Windsors: Legado y Lecciones para Familias Empresarias

|

Gonzalo Jimenez


“Duró más que el rock”, leí en una red social, cuando se confirmaba la muerte de la Reina Isabel II de Inglaterra, a sus 96 años, con el reinado más largo de la historia británica – 70 años – y después de los 72 del Rey Sol en el medioevo francés. Una vida que, sólo en cifras, sorprende: jefa de estado de 14 naciones, líder de una mancomunidad de 54 países, 265 visitas oficiales en al menos 116 países, 15 primeros ministros británicos con los que enfrentó momentos de guerra y de paz – la última solo dos días antes de su muerte -, todo lo que refleja su profundo sentido del deber, capacidad de trabajo e inteligencia.

Una vida que, en lo privado, estuvo marcada por los escándalos de sus hijos, sobrinos y nietos, una dura relación con la princesa más popular y querida por los ingleses, Diana, y la falta de conexión de su hijo Carlos con sus súbditos como una constante.

Precisamente Carlos ha sido entronado Rey de Inglaterra de la mano de Camilla Parker Bowles, la mujer a la que, no sin resistencia, los británicos terminaron por aceptar como parte de la foto oficial.

Difícil desafío para un rey que nunca logró el sello de icono pop que construyó su madre. Lilibet, como la llamaban en el núcleo íntimo, siempre lució sombreros vistosos, cultivó una intensa agenda dedicada a recibir a las celebridades del cine y la música y horas fijas para dar la mano y mirar a la cara a los plebeyos de cada país que visitaba. En sus primeros días, Carlos, en cambio, ha estado expuesto a las críticas por una serie de imágenes que muestran su carácter poco dado a los afectos y más bien rabioso frente a detalles domésticos.

La muerte del príncipe Felipe hace un año – con una Isabel llorando sola durante su funeral debido a las restricciones sanitarias de la pandemia – precipitó los preparativos de Carlos para la sucesión. Esta vez, la estrategia no podrá descansar en lo que hizo exitosa a su madre y a Felipe durante gran parte del siglo XX, bajo el concepto de una monarquía de bienestar social, que los hizo acreedores del apoyo de los contribuyentes. La familia real lleva a cabo más de 2000 eventos oficiales al año y en cerca de 3000 grupos de beneficencia hay un miembro de la familia como benefactor o presidente. El problema es que la familia real está mermada desde el complejo exilio de su hermano Andrés – involucrado en los escándalos del fallecido magnate financiero Jeffrey Epstein - y la bullada partida de su hijo Harry y su nuera Meghan.

En el caso de esta sucesión, la variante menos relevante, la de transición del patrimonio de una generación a la siguiente, se concretará en la dinámica administrativa interna de la corona, proceso del que seguramente saltará más de algún atisbo de escándalo. Tal y como hemos analizado respecto de las sucesiones en las familias empresarias, la transición del liderazgo se torna aún más clave y desafiante para Carlos III. Una vez completada la tradición del London Bridge – que nos habla de la importancia de los acuerdos previos para que el nuevo líder asuma en un marco medianamente claro y definido -, el rostro y las formas de su madre serán su sombra por meses e incluso años, a menos que el sucesor aplique una adecuada estrategia donde ni la apertura en bolsa, ni la venta, menos el cierre, son alternativas (in)deseables, como ocurre con las empresas familiares.

Porque en este traspaso, donde los símbolos pesan por sobre cualquier dimensión económica, muerta la Reina y más allá de la jerarquía de sucesión, quien asume oficialmente los espacios de dirección y gobernanza estratégicos, debe ser también aquel que logre el encantamiento de sus súbditos. En ese juego, su hijo, el príncipe William, siempre junto a su esposa Kate, los flamantes duques de Cambridge, y sus encantadores hijos, jugarán un rol complementario y esencial para el rey. El siempre necesario rol del(a) chief emotional officer, en cualquier sucesión familiar.

A Carlos III probablemente le pesará no contar con el respaldo de su hijo rebelde, heredero en parte de los traumas de su madre Diana, en la construcción de la dimensión más importante de una sucesión. La visión de futuro, la toma de decisiones, el foco renovador que requerirá la nueva era real británica, el proceso de reconversión de Buckingham en medio de una familia desmembrada tras la muerte de su gran líder. Esa reconstrucción corre en paralelo a la reconstitución que parece necesitar ese gran país después de continuados traspiés en torno al Brexit y la pandemia.

Estos desafíos se asemejan a los de tantas familias empresarias, a las que no les basta con mantener el valor económico, sino que precisan rescatar el valor simbólico, la unión en torno a los principios valóricos dentro del respeto de las legítimas diferencias, así como la adhesión al valor inestimable de las buenas prácticas de gobernanza, que incluyan, desafíen a la mejora continua y conecten de manera sostenible las raíces del legado con las alas que requieren y exigen las nuevas generaciones.


Gonzalo Jiménez Seminario

europapress