Hace unos pocos días el ejecutivo presentó y expuso al país el “proyecto de ley de presupuesto para el año 2026”. Lo hace en un contexto complejo, con promesas incumplidas, estrechez fiscal, bajo crecimiento, con un desempleo que supera el 8,5%, con desconfianza ciudadana y cuestionamientos técnicos a la institucionalidad que estima y gestiona la política fiscal. Se suma a ello que el debate sobre el gasto público se hace más evidente en un contexto de elecciones presidenciales y se profundiza la discusión cuando diversos actores y expertos exigen o proponen públicamente recortes y se instala la idea que se requiere una revisión profunda sobre el aparato estatal, su tamaño y funciones.
En esta línea, se logran apreciar algunas propuestas como las del Consejo Fiscal Autónomo, el Observatorio del Gasto Fiscal y la Comisión Asesora para reformar el gasto público, cuyas recomendaciones se orientan a aplicar una racionalización institucional que permita ahorrar unos US$2.000 millones, sin que ello implique debilitar la acción pública. No se trata de achicar el Estado, sino de hacerlo más pertinente, eficaz y legítimo.
En efecto, en tiempos donde prolifera la desconfianza, el ahorro debe ser una oportunidad para reconstruir confianzas. Un Estado más austero y pertinente, puede demostrar que la eficiencia no está reñida con la vocación pública. En este sentido, el ahorro no puede confundirse con desmantelamiento. Se trata de reformular funciones, reorientar recursos y fortalecer capacidades.
Profesionalizar el Estado es condición para que cualquier ajuste sea legítimo. Evaluar el gasto implica preguntarse por la eficacia de cada peso invertido y no sólo una revisión sobre la precisión de las cifras. ¿A que tributa el gasto?, ¿cuál es valor que agregan las acciones que se planifican que se expresan en el presupuesto?, ¿qué estándar de servicios de seguridad, salud, educación y vivienda el Estado puede ofrecer con recursos limitados? y ¿cómo esas acciones y actividades contribuyen a reducir las desigualdades y se minimizan las distorsiones territoriales?, todas estas parecen ser cuestionamientos con gran significado en esta discusión presupuestaria.
También urge revisar programas toda vez que es sabido que, aunque bien intencionados, no logran demostrar impacto. El gasto improductivo no siempre es visible en los balances, pero sí en la desconexión entre políticas y ciudadanía. Ahí radica el verdadero derroche: en sostener estructuras que no generan valor público.
La austeridad inteligente no se mide por el número de instituciones eliminadas, sino por la capacidad de rediseñar el Estado con criterios de eficacia, equidad y legitimidad. Requiere coraje político, sensibilidad técnica y diálogo intersectorial. No basta con tijeras: se necesita visión.
Américo Ibarra Lara
Director Instituto del Ambiente Construido
Observatorio en Política Pública del Territorio
Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido
Universidad de Santiago de Chile