​Cuando la licencia es turismo y el uniforme, contrabando

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Francisco Javier Gonzau0301lez Cruz



Imaginemos a Sancho Panza, recién nombrado gobernador de la Ínsula Barataria, escuchando los consejos de don Quijote: ser justo, no dejarse llevar por la soberbia, no vender la honra por dinero. Entre esas recomendaciones, una resuena hasta hoy: “préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio”. Esa frase, escrita hace siglos, parece pensada para los funcionarios públicos chilenos del presente.


La corrupción, como fenómeno, no distingue fronteras ni oficios. Allí donde alguien detenta poder discrecional y carece de controles efectivos, aparece la tentación de usar el cargo en beneficio propio. No siempre son grandes escándalos; muchas veces son gestos cotidianos: una licitación amañada, un trato directo sin justificación, un contrato otorgado al pariente de turno. Cada uno de esos actos erosiona la confianza, esa materia prima de la democracia.


Chile cuenta con normas que buscan prevenir estos abusos. La Constitución exige probidad en toda función pública, y la Ley 20.880 obliga a autoridades y altos funcionarios a declarar intereses y patrimonio. El Estatuto Administrativo, en su artículo 55 letra i), va más allá: ordena a los funcionarios observar una vida social acorde con la dignidad del cargo. Porque no basta con cumplir el expediente en la oficina; también importa la conducta social, los vínculos y los gestos que se proyectan hacia la comunidad.


Los casos recientes muestran cuánto nos falta. En mayo de 2025 supimos que más de 25 mil funcionarios viajaron al extranjero mientras estaban con licencia médica. Se abrieron más de seis mil sumarios y mil cien renuncias, incluyendo jueces y alcaldes. La ciudadanía lo sintió como una burla: un beneficio pensado para proteger la salud convertido en turismo financiado con fondos públicos. Y en julio, siete militares del Ejército fueron sorprendidos transportando cocaína en vehículos oficiales, mientras cinco suboficiales de la Fuerza Aérea llevaban ketamina en un avión institucional. No era solo droga: eran los uniformes y los medios del Estado al servicio del crimen.


Todo esto ocurre en plena temporada electoral. Los candidatos presidenciales recorren el país hablando de crecimiento, seguridad y futuro. Pero la pregunta de fondo es otra: ¿son intachables quienes aspiran a la primera magistratura? ¿Están realmente dispuestos a combatir la corrupción pública, incluso cuando esta toca a sus partidos, financistas o aliados? La ciudadanía no busca discursos encendidos, sino garantías de que los próximos gobernantes no harán vista gorda ni se esconderán tras tecnicismos.


Estos episodios evidencian la distancia entre lo que la ley exige —una conducta intachable, un desempeño honesto, una vida social digna del cargo— y lo que a menudo ocurre. La corrupción no solo roba dinero, también roba confianza, tiempo, seguridad. Cuando un funcionario se aprovecha del sistema o un militar usa su rango para delinquir, el mensaje que se transmite es que el interés particular vale más que el general.


La lección no puede ser únicamente punitiva. La mejor vacuna contra la corrupción sigue siendo la transparencia y la educación. Educar en ética, en ciudadanía, en humildad. Recordar que los cargos no son botín, sino servicio. Don Quijote también lo advirtió a Sancho: “si mal gobernares, tuya será la culpa y mía la vergüenza”. En definitiva, la probidad no es un lujo; es el mínimo que la sociedad espera. Y si alguien lo olvida, que vuelva a Cervantes: más vale ser humilde virtuoso que pecador soberbio


Francisco Javier González Cruz, socio de González y Guzmán abogados

europapress