Estamos en el año en que -para muchos analistas- hemos estado más cerca de una guerra mundial, de un desastre nuclear, de que se produzcan cambios forzosos a algunos límites y fronteras entre países y de otras tantas pesadillas relacionadas en el ámbito de las relaciones internacionales y la geopolítica global.
Al mismo tiempo, es muy posible que vivamos en el año de mayor aumento de las temperaturas globales respecto de la época preindustrial. Lo más probable es que dentro de pocos días nos enteremos de que, como humanidad, ya consumimos más recursos de los que el planeta puede reponer en un año. Tampoco se ve que estemos reduciendo la cantidad de personas que sufren de inseguridad alimentaria, incluyendo la proporción de padres y madres en el mundo que se van a dormir sin saber si al día siguiente podrán darle a sus hijas e hijos las calorías mínimas que necesitan para su desarrollo.
Imaginemos por un momento que, en vez de destinar cerca del 5% del PIB a defensa militar, como recientemente se plantea desde la OTAN, tomáramos una fracción significativa de esos recursos para enfrentar proactivamente las crisis ambientales y climáticas. ¿Sería esta una estrategia más efectiva para asegurar la estabilidad global? Sé que puede sonar inocente y es una provocación a propósito, pero la historia reciente sugiere que sí.
El cambio climático, lejos de ser solo un tema ecológico, actúa como un poderoso multiplicador de amenazas. El ejemplo más emblemático está en Siria. La peor sequía registrada en su historia reciente devastó la agricultura y obligó a miles de familias a migrar internamente hacia las ciudades, aumentando exponencialmente la presión social y económica. Esta situación generó un terreno fértil para tensiones que desencadenaron la guerra civil aún vigente. Frente a este contexto, vale preguntarse: ¿Hubiera sido más eficaz invertir en más armas o en más recursos para mitigar la sequía?
Este patrón se repite globalmente. En América Central, la migración hacia el norte tiene una relación directa con la inseguridad alimentaria y las crisis agrícolas generadas por eventos climáticos extremos. La falta de oportunidades económicas debido a la erosión acelerada de tierras fértiles y la reducción dramática de lluvias, potencia conflictos locales y migraciones masivas que tensionan las fronteras de países vecinos, alimentando conflictos diplomáticos. ¿No suena acaso como razonable y buena idea enfrentar la crisis climática que impulsa estos movimientos?
Ahora pensemos en la energía, otro frente crucial para la estabilidad. La dependencia del gas ruso ha dejado a Europa expuesta a una crisis energética y política profunda que ha demostrado cómo los combustibles fósiles no solo aceleran la crisis climática, sino que también crean vulnerabilidades geopolíticas significativas. ¿Qué pasaría si esos recursos militares se utilizaran para acelerar la transición hacia energías renovables? Alemania y Dinamarca son claros ejemplos de cómo la inversión en energías limpias crea independencia energética, además de beneficios ambientales claros. La soberanía energética lograda mediante renovables equivale directamente a soberanía política y económica.
Finalmente, consideremos la biodiversidad. Cada ecosistema destruido es una oportunidad perdida para la paz. África ilustra claramente esta realidad. La desertificación, producto de la deforestación y la erosión del suelo, alimenta conflictos locales por recursos básicos como el agua y la tierra. La región del Sahel, una de las más afectadas por la degradación ambiental, es escenario frecuente de conflictos entre comunidades, exacerbados por la competencia sobre recursos cada vez más escasos. Proyectos de restauración ecológica, como la Gran Muralla Verde, buscan revertir estos daños ambientales y fortalecer comunidades enteras reduciendo drásticamente los conflictos por recursos naturales básicos.
El análisis estratégico sugiere que la sostenibilidad no es una alternativa ingenua, sino una solución pragmática y eficiente en términos de costo-beneficio. Frente a la creciente presión por aumentar los gastos en defensa, invertir en restauración ecológica, resiliencia climática y soberanía energética podría ser una vía mucho más rentable y efectiva para garantizar la seguridad global.
Estamos en un momento histórico decisivo. La seguridad global del mañana quizás no dependa de cuánto invirtamos en armamento, sino de cuán decididamente apostemos por ecosistemas saludables, energías renovables y sociedades resilientes. Es hora de preguntarnos con seriedad y visión estratégica: ¿Qué tipo de seguridad queremos construir realmente?
Daniel Vercelli Baladrón
Cofundador y managing partner de Manuia Consultora, director de empresas