Cada año, cuando llega el Día Mundial del Medio Ambiente, nos dejamos abrazar por el tono pastoral: un planeta compartido, un futuro por cuidar. Pero los árboles y los glaciares no votan, no compran y -sobre todo-, no comen. Quienes sí lo harán son los niños que nacen hoy y la economía que pretende alimentarlos. Por eso propongo un cambio de rótulo tan incómodo como urgente: celebraremos el Día de los Niños y de los Alimentos , y enfoquémonos en nombra aquello que importa y que suele encender la acción.
Pensemos en una niña o niño nacido en 2020. La ciencia estima que esa criatura tendrá que enfrentar entre dos y siete veces más inundaciones, incendios y golpes de calor que sus abuelos nacidos en 1960 ( Carbon Brief ). Si el mundo contuviera el alza global de la temperatura en 1,5 °C, todavía 62 millones de esos niños convivirían con olas de calor “sin precedentes”. Si fracasamos y la aguja marca 3,5 °C, el número llega a 111 millones ( Carbon Brief ). El calentamiento no es una amenaza abstracta: es la distancia entre un recreo al aire libre y una tarde encerrados en casa con el ventilador a toda máquina.
Ahora giraremos al trigo que pone el pan en la mesa. Un estudio reciente calcula que, sin la huella del cambio climático en los últimos 50 años, la cosecha mundial de trigo sería hoy 10% más alta ( Carbon Brief ). Ese diez por ciento equivale a cientos de millones de barras de pan diario, un detalle que los mercados de futuros —y los bolsillos familiares— ya han comenzado a notar. Lo que le ocurre al trigo no es un problema “de agricultores”: es la aritmética básica de la inflación alimentaria, de la estabilidad política y, sí, también de la paz social.
Una vez que la lente se enfoca en niños y alimentos, el cuadro completo estremece: cada tonelada de CO₂ extra se vuelve una hipoteca sobre el recreo de nuestros hijos o sobre algún evento importante cuando sean jóvenes o adultos, y cada décima de grado robada al planeta es también una miga de pan que no llega al plato. No hablamos de salvar a “la Tierra” -ese concepto tan amplio que a menudo paraliza y es difícil de dimensionar-, sino de asegurar la próxima “colación” escolar y, con ella, el talento que dirigirá nuestras empresas en veinte años.
Los directorios y gerencias deben leer estos números como notas al pie de su propio plan estratégico. Cada inversión en eficiencia energética, en logística de bajas emisiones o en agricultura regenerativa no es filantropía: es gestión de riesgo operacional, de reputación y, al final del día, de demanda. Y cada consumidor que elige productos locales, reduce los desperdicios o exige transparencia climática, está votando por una menor prima de riesgo en su propia despensa.
Rebautizar el 5 de junio puede parecer un truco semántico, pero las palabras que elegimos crean realidad, moldean presupuestos y boletas de compra. Si el nuevo título incomoda, celebrémoslo: la incomodidad es señal de que la idea ha dejado de ser un abstracto y ha entrado en la sala de juntas y en la lista del supermercado. Porque el medio ambiente no es un santuario ajeno; es la guardería y la despensa donde nuestro futuro -y nuestro balance de resultados-, aprenden a gatear, y el comedor donde los próximos adultos compartirán el pan.
Daniel Vercelli Baladrón, socio y director general de la consultora Manuia, directora de empresas.