El dilema ético de la arquitectura hostil en espacios públicos

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AMERICO IBARRA (3)

La arquitectura hostil, definida como el diseño intencional de espacios públicos y privados para desalentar ciertos comportamientos o la presencia de ciertos grupos de personas mediante la implementación deliberada de elementos de diseño urbano destinados a disuadir comportamientos específicos, se ha convertido en una característica cada vez más presente en el espacio público contemporáneo. Bancos con separadores, grandes maceteros, puntas en salientes, rocas decorativas, esferas de hormigón en determinados accesos, suelos irregulares, y elementos de hormigón como topes en las veredas son solo algunos ejemplos de esta práctica.


Uno de los argumentos en favor de la arquitectura hostil, desde la mirada de la política pública, reside en su capacidad para mitigar ciertos comportamientos delictivos e incivilidades. Desde la perspectiva de los propietarios y gestores del espacio público, la eliminación de zonas de descanso no autorizadas mejoraría la percepción de seguridad, la preservación del mobiliario urbano y contribuiría a aumentar del valor comercial de la zona aledaña manteniendo el orden y la limpieza en el espacio público.


No obstante, para sus detractores el impacto de este tipo de arquitectura ignoraría las consecuencias negativas que tiene para ciertos grupos de la población, especialmente aquellos que se encuentran en situación de vulnerabilidad. En efecto en vez de abordar las casusas subyacentes de problemas tales como falta de vivienda, empleo o delincuencia, pareciera ser que los desplaza a otros lugares invisibilizando las problemáticas. Habitantes de edificios, los jóvenes, los ancianos y las personas con movilidad reducida son, sin duda, los más afectados por esta estrategia ya que les resulta imposible encontrar un lugar adecuado para descansar, refugiarse del clima, simplemente caminar o gozar un descanso.


La crítica ética a la arquitectura hostil radica, precisamente, en su naturaleza discriminatoria. Al dirigir sus efectos hacia grupos específicos, perpetuaría la exclusión social y reforzaría la idea de que el espacio público debe ser diseñado para un determinado tipo de usuario, privilegiando a aquellos considerados "deseables" y marginalizando a los demás. Esta lógica priorizaría el beneficio económico y la estética sobre la equidad y la inclusión, cuestión que para muchos es un criterio profundamente cuestionable. Un espacio público verdaderamente inclusivo y acogedor debe ser accesible y confortable para todos, fomentando la interacción social, el encuentro y el disfrute.


Ante la ausencia de data, pareciera ser que la pelea entre sus defensores. y detractores es sólo un problema de opiniones y creencias y si bien la arquitectura hostil puede ofrecer soluciones a corto plazo para problemas específicos en el espacio público, sus implicaciones éticas y sociales son demasiado importantes para ignorarlas, más aún para quienes creen que la priorización de la empatía, la comprensión y la colaboración son fundamentales para construir ciudades más justas y humanas, donde el espacio público sea un lugar de encuentro, integración y bienestar para todos. Adhiero a la visión que la arquitectura debe aportar con diseños que colaboren a fomentar la cohesión social y en mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos sin que con ello se descuide su contribución al control y la seguridad pública.


Américo Ibarra Lara

Director Observatorio en Política Pública del Territorio

Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido

Universidad de Santiago de Chile

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