Ayer, la firma en Egipto de la "primera fase" del plan de paz de 20 puntos, propuesto por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, marcó un hito ineludible en la crónica del conflicto en Oriente Medio. La imagen de líderes mundiales reunidos, bajo el auspicio de una tregua efectiva, proyecta una certeza de alivio inmediato, pero, al mismo tiempo, revela una profunda incertidumbre sobre la estabilidad a largo plazo. Este acuerdo, más que una solución integral, parece ser un delicado pacto de contención; un espejo de ambiciones políticas en contraste con las dolorosas realidades de la región.
La primera gran certeza es el cese de hostilidades y, lo más importante, la liberación de los rehenes israelíes, vivos y muertos, a cambio de cientos de prisioneros palestinos. Esto es, sin duda, un triunfo humanitario que ha devuelto la esperanza a cientos de familias y ha silenciado, al menos por ahora, las acciones militares. La retirada parcial de las tropas israelíes de Gaza, unida a la promesa de un flujo constante de ayuda humanitaria, establece un escenario de tregua indispensable para la supervivencia de la población gazatí. Este primer paso, pragmático y enfocado en la vida, es un recordatorio de que la diplomacia, incluso la más improbable, puede imponerse al conflicto.
Otra certeza fundamental es la de la mediación internacional. La cumbre en Egipto, con la presencia de actores clave como Qatar, Egipto y Turquía, sumada a la influencia directa de la Casa Blanca, solidifica la presión externa como garante de este frágil alto el fuego. El compromiso de reconstrucción de Gaza, liderado por la comunidad internacional, es una apuesta concreta por un futuro de prosperidad que, si se materializa, podría desactivar, en parte, nuevos brotes de radicalismo. En este punto sí se debe hacer notar la absoluta ausencia del actor en que el mundo, desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, ha depositado su confianza para evitar y actuar en las diferentes situaciones de conflicto: Naciones Unidas.
Sin embargo, detrás de estos triunfos iniciales, se alzan importantes incertidumbres. La principal reside en la naturaleza misma del acuerdo: un plan impuesto desde Washington que exige la "desradicalización" de Gaza y el desarme de Hamás, y que, en su fase inicial, no requiere la firma directa de las partes en conflicto (Israel y Hamás), sino la de los países mediadores. Esta ausencia de compromiso directo en el documento final, especialmente por parte de Hamás, que se compromete en un Cese al Fuego, pero no a su disolución inmediata, es la primera grieta. La desmilitarización de un grupo con el poder político y militar como Hamás es una quimera si no se ofrece una alternativa política viable para la población palestina, más allá de la propuesta vaga de un "horizonte político" futuro.
La segunda incertidumbre es el futuro político de Gaza. El plan contempla que Hamás renuncie a todo papel de gobierno, dejando el control a una administración "tecnocrática y apolítica". ¿Quién y cómo se gobernará realmente Gaza? La Autoridad Palestina, débil y cuestionada en Cisjordania, enfrenta una tarea titánica en Gaza, donde la popularidad de Hamás sigue siendo un factor relevante. La coexistencia de una Autoridad Palestina reformada, respaldada por Occidente, con un Hamás desarmado pero aún influyente socialmente, es una ecuación con demasiadas incógnitas y un potencial explosivo.
La tercera gran sombra se presnta sobre el futuro de la solución de los dos Estados. Aunque el punto 20 del plan menciona un "horizonte político para una coexistencia pacífica y próspera", el gobierno de Netanyahu, hasta ahora, ha evitado el reconocimiento explícito de un futuro Estado palestino. El silencio sobre las fronteras, el status de Jerusalén y los asentamientos, asuntos neurálgicos, mantiene la raíz del conflicto intacta. Un acuerdo de paz que ignora la aspiración nacional palestina y no ofrece una hoja de ruta clara hacia la autodeterminación es, en esencia, un acuerdo de tregua disfrazado de paz.
Finalmente, la incertidumbre política interna en Israel es un factor de riesgo. La aprobación de la primera fase del plan ya ha fracturado la coalición de gobierno de Netanyahu. Los socios de ultraderecha, opuestos a cualquier concesión, amenazan con derribar al primer ministro, lo que podría conducir a un vacío de poder y poner en peligro la continuidad del acuerdo.
El plan de Trump es, por necesidad y por convicción, un producto de la política del "todo o nada". Ha logrado un alto el fuego y la liberación de rehenes, que son méritos indiscutibles. No obstante, ha pospuesto las cuestiones más complejas. La paz duradera no se alcanza con un cese de hostilidades y promesas de reconstrucción, sino con un compromiso político real. Hoy celebramos el silencio de las armas, pero la inquietud persiste. Este acuerdo, hasta que no se concrete un verdadero horizonte de coexistencias, reconocimiento y respecto de las partes y su entorno, seguirá siendo solo un delicado espejismo de paz sobre la arena volátil de Gaza.
Leonardo Quijarro S.
Profesor Residente Academia de Guerra Naval
Docente Investigador del Centro de Estudios Navales y Marítimos (CENAM)
Contraalmirante ( R)