El despliegue de la red 5G en Chile evidenció desde el comienzo las grietas de nuestra institucionalidad digital. Malas decisiones regulatorias como el congelamiento del espectro, licitaciones con fines recaudatorios, la eterna judialización del sector, más lomos de toro para desplegar infraestructura y la decisión de entregar apenas 50 MHz marcaron un retroceso frente a la región. Mientras países como Brasil, Argentina, Uruguay, Colombia o Perú avanzaron con mayor ancho de banda, más capilaridad y visión estratégica, Chile quedó en la medianía, perdiendo un liderazgo que en décadas anteriores fue indiscutido. A ello se suma la fragilidad financiera del sector, que en los últimos diez años los ingresos han caído a la mitad en el total de la industria, incluido el mercado fijo como el móvil, teniendo una inversión agregada total menor de la mitad del periodo anterior, expresada en el margen EBITDA con una reducción de un 4.5% de manera sostenida. En Chile, la inversión alcanzaba en el año 2017 los 100 dólares por usuario, mientras que hoy es de 49 dólares por usuario, frente a los 110 de Europa y los 200 de Estados Unidos. ¿Cómo sostener la transformación digital si la institucionalidad se debilita?
Este deterioro tiene su expresión en el reciente acuerdo alcanzado entre la Subtel y WOM, visado por el Consejo de Defensa del Estado CDE, constituyendo un error institucional y un pésimo precedente para el futuro de la política pública en telecomunicaciones en Chile. Más allá de los beneficios inmediatos que se esgrimen para la empresa, el país ha retrocedido en materia de certeza regulatoria y de respeto a las reglas de las convocatorias y de los contratos públicos.
El caso es grave por donde se le mire. Por un lado, la manifiesta omisión por el incumplimiento de la compañía en tres ocasiones reiteradas, sin sanciones cuando correspondía y en los términos establecidos; por otro, porque rompe con la lógica de las garantías, aquél instrumento público que el Estado tiene para proteger los recursos públicos, permitiendo que se “fraccionen” o “negocien” debilitando la herramienta y abriendo la puerta a prácticas oportunistas como ofertar agresivamente en las licitaciones, incumplir y luego renegociar; mientras que por otro lado, este incumplimiento dejó indefensos a varios pequeños proveedores de infraestructura que vieron impagos las obligaciones contraídas.
El CDE, al validar este camino, se extralimitó en sus facultades, ya que la caducidad de concesiones está regulada en la Ley General de Telecomunicaciones y no puede ser modificada por acuerdos administrativos. Dicha normativa establece los criterios de extinción y las sanciones aplicables, y ningún organismo del Estado está facultado para redefinir o alterar tales disposiciones.
Al respaldar un acuerdo que introduce condiciones distintas a las previstas en la ley, se genera un precedente riesgoso: la idea de que los marcos contractuales y legales pueden ser renegociados discrecionalmente, debilitando la certeza jurídica que debe primar en un sector estratégico como el de las telecomunicaciones.
Más allá de los números, el acuerdo daña la confianza en la institucionalidad chilena. Si el Estado no hace cumplir íntegramente los contratos, se erosiona la certeza regulatoria y se arriesga un costo reputacional en futuras licitaciones. ¿Qué incentivo tendrán las empresas para cumplir estrictamente si saben que la sanción puede renegociarse?
Este episodio en cuestión compromete el fortalecimiento estructural de las políticas públicas en materia de infraestructura digital. En este escenario, queda en evidencia el debilitamiento institucional en los sistemas de seguimiento y control de avances de proyectos adjudicados; la ausencia de la autonomía técnica y capacidad de reacción oportuna; y la carencia de los mecanismos contractuales para corregir a tiempo y no solo sancionar a posteriori.
Es urgente observar la estructura de competencia del mercado de las telecomunicaciones. Incluso abordar los procesos de reorganización judicial, ante la posibilidad de que puedan utilizarse maniobras deliberadas para evitar sanciones y reestructurar una operación sin consecuencias, con el fin de mantener artificialmente una posición de mercado.
No puede permitirse un modus operandi reiterado en los sectores regulados, donde utilizan los procesos de reorganización judicial como una estrategia para reestructurar operaciones, evadir sanciones y mantener posiciones de mercado que de otro modo se verían comprometidas. Los que incumplen finalmente obtienen ventajas indebidas frente a quienes cumplen rigurosamente con la normativa.
No es posible que se le pierda el respeto a la arquitectura normativa que por años ha sido la columna vertebral del desarrollo digital del país. No se puede vanagloriarse por haber comprado tiempo, si con ello se perdió parte del valor público comprometido.
El deterioro institucional es innegable. Pasamos de un Estado facilitador y promotor de la competencia a uno que privilegia la recaudación y la presión regulatoria por sobre la innovación. Las licitaciones de espectro se transformaron en instrumentos fiscales, las exigencias de cobertura en obligaciones desbalanceadas y los derechos de uso del espectro en trabas excluyentes. Esto ha generado un mercado forzado, fragmentado y financieramente estresado, con concesionarios que difícilmente logran economías de escala y que enfrentan crecientes barreras para invertir y con operadores de infraestructura que cada vez se le dificulta más desplegar redes fijas y móviles. La consecuencia la tenemos a la vista, la institucionalidad que alguna vez garantizó certidumbre y confianza, hoy se percibe como un freno, debilitando la capacidad del país para competir en la economía digital.
Chile necesita recuperar su espíritu innovador y proyectar un nuevo ciclo de confianza, con reglas claras, certezas regulatorias y una institucionalidad habilitadora para la creación y la innovación como condiciones mínimas para enfrentar la próxima ola tecnológica.
En nuestro sector hay algunos que afirman que la meta está cumplida, que ya no tenemos metas de inclusión digital ni de cobertura ni de más capacidad de las redes, imprimiendo un halo de complacencia, conformismo y fatiga de la receta desplegada hasta ahora. Mientras que otros entendemos que hay que actuar ante ese agotamiento y pasividad, que el espectro no puede operar como caja fiscal y volver a concebirlo como un insumo estratégico para la competitividad y la prosperidad; y que facilitar el despliegue de infraestructura no es un capricho sino que la condición habilitante mñinima. En un mundo que ya avanza hacia la sexta generación de redes móviles, las redes de fibra óptica XG-PON y XGS-PON, y sistemas satelitales de alto rendimiento, la inercia no es la receta, por lo que el desafío no es técnico, sino político. Atrevernos a reconstruir una gobernanza digital que recupere el liderazgo perdido, asegure inversión y conectividad de calidad, y devuelva al país la confianza de que la infraestructura digital será motor de la transformación económica y social que Chile necesita. Ese era nuestro gran valor como país, ahí estaba nuestro reconocimiento internacional, ahí estaba nuestro talento.
Rodrigo Ramírez Pino, Presidente de la Cámara Chilena de Infraestructura Digital (IDICAM) Ex subsecretario de Telecomunicaciones.