El 26 de agosto de 1920 se promulgaba, después de un largo debate parlamentario, la ley de Instrucción Primaria Obligatoria. Había diagnosticado don Darío Salas la existencia en Chile de un grave problema de analfabetismo, que se convertía en un factor que inhibía el progreso económico y social. Era una situación que se arrastraba por años, a pesar de haber disminuido con la creación de escuelas públicas a lo largo del país. Pero todavía ese casi 50% de analfabetos se consideraba un demostrativo de la falta de compromiso nacional con la educación y el destino de la república. El argumento era muy simple: con niños fuera del sistema escolar se inhibía la posibilidad de integrarlos efectivamente a la sociedad, y con ello se mantenía al país con un segmento de población excluida de derechos y deberes ciudadanos. Además, debido a los pobres indicadores en materia de alfabetismo, las posibilidades de mayor ascenso social por medio de la educación se hacían totalmente inviables. Por cierto, se pensaba que una reforma como la promulgada no tendría efectos inmediatos pero despejaba un camino para que con años de esfuerzo se produjera una efectiva integración de la población chilena en torno a la república y la ciudadanía.
Los opositores a la ley sostenían el muy básico argumento de que obligar a los niños a atender la escuela, sacrificaba mano de obra que era necesaria especialmente en las labores del campo. No se apreciaba el contexto de largo plazo y los enormes beneficios para el país; la clase política de aquellos años demoró largo tiempo en un debate poco productivo sobre una prioridad nacional. En los primeros veinte años del siglo pasado prevaleció gran intranquilidad social, la que se haría evidente a través de las discusiones, desenlaces y manifestaciones que llevaron incluso a modificar la vieja constitución de 1833 por la dictaminada en 1925. Por cierto, los niños excluidos de la educación no se manifestaban, no levantaban protestas y solamente debía acatar las decisiones de sus familias, en medio de una pobreza que, generalizadamente, les excluía de las escuelas. La aprobación de la ley requirió más tarde un esfuerzo en materia de inversión en educación, puesto que las escuelas debían estar preparadas para recibir los contingentes de nuevos estudiantes. Esto también llevó a discusiones sobre el rol del profesor primario en cuanto a la formulación de la estrategia educativa, lo cual llevó a diversas reformas que se pusieron en marcha junto con la nueva ley.
Pero no todo es pura evocación histórica. Hoy en día enfrentamos un problema similar al existente en 1920 debido a la presencia de un analfabetismo funcional que alcanza a más de 50% de la población. No se discute ahora una ley, sino los déficits importantes de nuestra educación que conducen a niños y jóvenes mal equipados para un desempeño efectivo en la sociedad. El analfabeto funcional sabe leer y escribir, pero no comprende lo que lee. Esto es grave en los años de la llamada sociedad de la información y en que la comunicación es un factor básico de integración al medio social. Pero, además, las capacidades de análisis simples son bastante pobres en la población, por los defectos de la escuela, afectando ello más que nada a los hogares más vulnerables del país.
No se puede discutir algo así como una “ley contra el analfabetismo funcional”. Tampoco es posible una iniciativa similar a la que se practicó en el pasado reciente: “quitar los patines” a los alfabetos funcionales y así igualarlos a los demás. Lo que se precisa es un esfuerzo en materia educativa mejorando lo que entregamos a las nuevas generaciones: contenidos actualizados, profesores muy preparados y motivados, infraestructura escolar y tecnológica acorde a los tiempos que corren. Se requiere compromiso político con la educación y los recursos necesarios, abandonando debates inútiles e ideologizados.
El día 26 de agosto se declaró el día del profesor normalista. Ojala haya un compromiso para reponer las bases del normalismo en nuestra enseñanza: vocación, dedicación y compromiso con los niños y su futuro.
Prof. Luis A. Riveros
Universidad Central