La semana pasada, el presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura llamó la atención sobre el notable avance de Perú en la exportación de productos agrícolas, desplazando a Chile en sectores que durante décadas fueron nuestras principales fortalezas como la uva de mesa, arándanos, hortalizas y paltas. Entre 2010 y 2024, nuestro vecino ha registrado un crecimiento promedio anual del 19,6%, muy por encima del tímido 6,8% que ha mostrado Chile en igual período.
El informe difundido identifica ventajas comparativas que Perú ha sabido potenciar mediante políticas adecuadas: la aprobación de una nueva ley agraria con beneficios tributarios transversales, la puesta en marcha de un plan de USD 24 mil millones para ampliar la superficie de riego en un millón de hectáreas —superando largamente la extensión irrigada en Chile—, la reducción del impuesto a la renta desde 25% a 15%, condiciones climáticas favorables, disponibilidad de mano de obra y agua, una inflación controlada de 1,4% y un bajo riesgo país, aun en medio de las tensiones políticas de los últimos años.
A ello se suma la apertura del sector privado peruano, que recientemente organizó en Santiago el encuentro Invest Perú 2025, invitando a empresarios chilenos a compartir conocimiento e impulsar inversiones conjuntas.
En este contexto, resulta especialmente elocuente la afirmación de Maritrini Lapuente, directora ejecutiva de Viveros de Chile: los peruanos “han apostado por el desarrollo de su agricultura y eso es una decisión política. Nosotros no lo hemos hecho en Chile, acá el agro a nivel político pesa muy poco”. Sus palabras sintetizan una carencia estructural evidenciada en la ausencia de una estrategia que involucre a todo el país, que proyecte y resguarde uno de nuestros sectores más relevantes.
Esta falta de visión ha favorecido la movilidad de los capitales. Adam Smith, en el siglo XVIII, ya advertía que el capital, a diferencia de la tierra, puede moverse, y que cuando se lo grava con excesiva severidad, el propietario puede trasladarlo, buscando maximizar sus retornos. Esa realidad, desprovista de consideraciones patrióticas, sigue plenamente vigente. Los incentivos importan, y los inversionistas reaccionan en consecuencia.
Este escenario exige una reacción urgente, tanto del empresariado como, sobre todo, de las autoridades políticas. También interpela a los equipos económicos de los candidatos presidenciales, para que sus programas de gobierno incorporen medidas pertinentes y realistas.
Por cierto, la tributación no es la única variable que incide en la localización del capital, pero sí constituye un elemento decisivo para incentivar o frenar la inversión. Chile requiere con urgencia medidas que aborden la sobrerregulación, la aparición de nuevas plagas —como la reciente detección de la mosca de la fruta en la comuna de La Reina—, la incorporación de tecnologías, el fortalecimiento de la resiliencia climática y mecanismos que faciliten la disponibilidad de mano de obra.
Asimismo, se necesitan incentivos claros para estimular la inversión y la productividad. Entre ellos, podrían considerarse el reconocimiento como gasto tributario de las inversiones en infraestructura para empresas de todos los tamaños (hoy está restringido principalmente a las pymes), la depreciación acelerada, el reconocimiento del financiamiento intragrupo sin el temor permanente a la aplicación de la norma general antielusiva – que una verdadera “espada de Damocles”-, junto con un marco tributario simple, estable y transparente que permita la planificación de largo plazo.
El desafío es evidente: si no fortalecemos nuestro sector agrícola con políticas coherentes y estables, seguiremos perdiendo competitividad frente a países que sí han comprendido su potencial estratégico.
Prof. Germán R. Pinto Perry
Director de Programas de Especialización Tributaria
Centro de Investigación y Estudios Tributarios NRC
Universidad de Santiago de Chile