Los resultados de la primaria de la izquierda democrática y la izquierda radical confirman una realidad conocida: la socialdemocracia y la izquierda radical son, en esencia, incompatibles. Esto se explica por una razón sencilla: cuando ambas corrientes se presentan juntas, las personas suelen no distinguirlas en el discurso público. Integrarse en un mismo conglomerado implica compartir principios y un relato común. ¿Qué tiene en común la ex Concertación con el Partido Comunista? La respuesta es prácticamente nada. Mientras la ex Concertación abrazó históricamente la democracia liberal, apostando por el crecimiento y la igualdad de oportunidades, el Partido Comunista de Chile (PCCh) sigue defendiendo la dictadura del proletariado y una “democracia” al estilo cubano, como recordaba días atrás la candidata presidencial Jara.
No obstante, el PCCh, en su declaración de principios, resalta su compromiso con la democracia y los derechos humanos, así como su lucha contra la dictadura de Pinochet. Sin embargo, resulta llamativo que el propio partido se autodefina como “revolucionario”, lo cual parece contradictorio con el respeto irrestricto al sistema democrático. Nadie duda de que el PCCH luchó contra la dictadura, pero lo hizo por la vía armada. Los partidos democráticos, en contraste, promovieron la protesta pacífica, logrando el Acuerdo nacional para la transición a la plena democracia del 25 de agosto de 1985, que el PCCh decidió no suscribir. Este acuerdo fue el que abrió paso al plebiscito y al posterior retorno a la democracia. Todos los partidos democráticos, incluido el Partido Socialista, combatieron la dictadura sin recurrir a la violencia. El PCCh, en cambio, no abandonó la lucha armada sino hasta 1990. Durante la dictadura, eran frecuentes los atentados contra carabineros perpetrados por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, lo que llevó a la Concertación a marginar al PCCh de sus gobiernos. Por ello, sus credenciales democráticas siempre fueron vistas con escepticismo y la generación del presidente Aylwin optó por excluirlos de la política activa. Solo en la conformación de la Nueva Mayoría, bajo la segunda presidencia de Bachelet, el PCCh volvió a ser considerado un aliado legítimo. Incluso en el contexto del estallido social del 18-O, la postura del PCCh respecto de la violencia y el respeto al régimen democrático y constitucional fue, en el mejor de los casos, ambigua.
La alianza con el PCCh marcó el inicio de la decadencia de la izquierda democrática, como bien ilustra la derrota de Carolina Tohá. A pesar de todo esto, resulta curioso que en Chile rara vez se cuestione la vocación democrática del PC, ni por parte de políticos ni de periodistas, a pesar de la abundante evidencia en sentido contrario. Basta analizar al candidato de las últimas primarias presidenciales comunistas, Daniel Jadue, cuyas credenciales democráticas y de respeto a los derechos humanos son más que discutibles. Jadue ha manifestado abiertamente su apoyo a regímenes dictatoriales en América Latina.
La validación del PCCH como partido democrático y respetuoso de los derechos humanos no deja de ser una peculiaridad chilena. Internacionalmente, la percepción es diametralmente opuesta: los partidos comunistas, por regla general, no obtienen respaldo electoral en democracias consolidadas, pues la cultura y la historia de estos países los han marginado. En Alemania, por ejemplo, el Partido Comunista está prohibido precisamente por su falta de compromiso con la democracia y los derechos humanos. La historia está repleta de ejemplos de dictaduras comunistas tristemente célebres —Lenin y Stalin en la Unión Soviética, Pol Pot en Camboya, Kim Il-sung en Corea del Norte, Mengistu en Etiopía, entre otros—, todas ellas asociadas a una sistemática violación de derechos humanos y a la negación del pluralismo y las libertades fundamentales. Este patrón se repite, bajo distintas formas, en el presente en países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, donde los líderes comunistas o de izquierda radical declararon inicialmente su respeto por la democracia, solo para luego instaurar regímenes represivos.
Los informes de Amnistía Internacional y Naciones Unidas ofrecen datos elocuentes. En Venezuela, para fines de 2024, más de 7,89 millones de personas habían huido del país; tras las elecciones presidenciales, se registraron al menos 24 muertes durante la represión de protestas contra el nombramiento de Nicolás Maduro y más de 2.000 detenciones. La Misión Internacional Independiente de la ONU sobre Venezuela ha concluido que el gobierno sigue perpetrando crímenes de lesa humanidad, incluyendo persecución política, detenciones arbitrarias y graves violaciones de derechos humanos. Respecto a Nicaragua, Amnistía Internacional denuncia expulsiones, privaciones de nacionalidad y detenciones arbitrarias de disidentes, así como amenazas a la libertad de prensa y ataques contra pueblos indígenas, en un contexto de represión sostenida.