Hemos sostenido insistentemente que en los últimos años la industria inmobiliaria chilena atraviesa una crisis estructural que va mucho más allá de la caída en las ventas o el freno en la inversión. Presenciamos una fractura profunda entre tres variables que no dialogan: el precio de las viviendas, las condiciones de financiamiento y las remuneraciones de los potenciales compradores. Pareciera que debemos aceptar que el modelo de negocios ha cambiado y el sueño de la casa propia se aleja cada vez más.
Durante la última década, el precio de las viviendas en Chile ha aumentado dependiendo del sector, en hasta más de 4 veces, impulsado por el alza del valor del suelo, mayores exigencias normativas, costos de construcción y una carga tributaria creciente. En paralelo, las remuneraciones reales han tenido un crecimiento muy por debajo del ritmo de los precios inmobiliarios. El resultado es un desajuste brutal: una familia promedio, con un ingreso mensual neto de alrededor de $700.000, simplemente no puede acceder a una vivienda cuyo valor por metro cuadrado en zonas urbanas superaría los 2 millones de pesos y por otro lado un profesional que aspira a vivir en un sector medio de Providencia y/o Las Condes debería destinar sobre 850 mil pesos solo a arriendo por un departamento de hasta dos ambientes.
A su turno, un sistema de financiamiento hipotecario que, aunque ha visto una leve baja en las tasas de interés durante el 2025, sigue siendo restrictivo. A pesar de los esfuerzos del ejecutivo, las exigencias de pie, historial crediticio y estabilidad laboral dejan fuera a una gran parte de la población, especialmente a jóvenes profesionales y trabajadores informales o con ingresos variables. El crédito, en lugar de ser una herramienta de inclusión, se ha transformado en una barrera más.
El mercado inmobiliario, por su parte, parece operar en una lógica paralela. Se siguen construyendo viviendas de alto metraje y precio, muchas veces en zonas poco conectadas o con baja demanda real. Los desarrolladores enfrentan trabas normativas que impiden construir viviendas más pequeñas y asequibles, como lo demuestra el hecho de que el 80% de la demanda está enfocada en departamentos pequeños (estudios o de dos ambientes) de con un tamaño cercano a los 40 m², mientras que muchas normativas municipales exigen proyectos sobre los 80 m². Esta desconexión no solo frena la inversión, sino que perpetúa la sobreoferta de viviendas que nadie puede comprar.
El resultado es una paradoja dolorosa: más de 100 mil viviendas nuevas sin vender, mientras el déficit habitacional supera las 640 mil unidades. Y lo más grave es que esta crisis no afecta solo a los sectores más vulnerables. La clase media, históricamente motor del mercado inmobiliario, también ha sido expulsada del sistema.
¿Entonces, qué hacer? En mi opinión se debe reconocer que el problema no es solo económico, sino político y estructural y por tanto se requiere, una reforma a la planificación urbana, que permita construir viviendas donde y como la gente realmente las necesita; revisar con urgencia la carga tributaria al sector, especialmente el IVA a la vivienda, que encarece artificialmente los precios; generar instrumentos financieros más inclusivos, que consideren la realidad laboral del Chile actual y finalmente, difundir y propiciar modelos como el arriendo que garantice el acceso el derecho a uso y goce, y no necesariamente a la libre disposición del bien.
Américo Ibarra Lara
Director Observatorio en Política Pública del Territorio
Instituto Ambiente Construido
Facultad de Arquitectura y Ambiente Construido
Universidad de Santiago de Chile