​Litio sin rumbo: El costo de la falta de visión estratégica

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Francisco Javier Gonzalez Puebla

El anuncio de que las compañías BYD, reconocida mundialmente por sus vehículos eléctricos y baterías, y Tsingshan, uno de los grandes productores de acero inoxidable y cada vez más presente en el mercado de baterías, han decidido abandonar sus proyectos en el norte de Chile, ha caído como un balde de agua fría. No solo para Corfo, que había apostado por ellos, sino para todos quienes veían en estas iniciativas una oportunidad histórica: pasar de ser simplemente exportadores de litio en bruto a convertirnos en protagonistas de la industria de cátodos y baterías, piezas clave en la transición hacia una economía más limpia y sostenible.


El retiro de estas gigantes no es una simple noticia de negocios. Es una señal de alerta sobre problemas más profundos que nuestro país aún no logra resolver. Para empezar, ambas empresas se enfrentaron a una gran incertidumbre regulatoria. Navegar por las normativas chilenas, con sus múltiples autoridades y permisos que no siempre se alinean ni tienen tiempos claros, fue un desafío constante. Para proyectos de esta envergadura, donde el tiempo es dinero y la competencia global no espera, esta falta de claridad fue un obstáculo difícil de superar.


A esto se sumaron las tensiones sociales. En el norte del país, especialmente en torno al Salar de Atacama, las comunidades indígenas y organizaciones medioambientales expresaron su preocupación por el impacto de estas iniciativas. No es un tema menor: la extracción de litio implica uso de agua y cambios en ecosistemas frágiles. Sin acuerdos sólidos y beneficios tangibles para las comunidades locales, el riesgo de conflictos y demandas judiciales estaba siempre latente. Las empresas, con experiencia en otros mercados, sabían que, sin paz social, ningún proyecto prospera.


Otro punto crítico fue el cambio de rumbo en la política nacional. La Estrategia Nacional del Litio, lanzada con la intención de fortalecer el rol del Estado y promover alianzas público-privadas, generó inquietud entre los inversionistas. Aunque el objetivo era dar mayor soberanía y beneficios al país, también trajo más incertidumbre y redujo la autonomía operativa de las empresas, que comenzaron a evaluar si valía la pena seguir apostando por Chile.


Mientras tanto, otros países no se quedaron de brazos cruzados. Australia, Indonesia y Estados Unidos, por ejemplo, ofrecieron mejores incentivos, reglas claras y hasta subsidios para atraer proyectos de baterías y electromovilidad. Frente a ese escenario, BYD y Tsingshan tomaron una decisión pragmática: llevar su inversión a lugares donde las condiciones son más predecibles y favorables. Además, la demora en renegociar los contratos de suministro de litio con SQM y Albemarle sumó otra capa de incertidumbre. Si no hay claridad sobre la disponibilidad y el costo del litio, cualquier plan industrial se tambalea.


Este episodio nos deja una lección importante. No basta con tener recursos naturales valiosos. Tampoco alcanza con declarar grandes visiones estratégicas. Si queremos atraer y mantener inversiones que generen empleo de calidad, innovación y desarrollo tecnológico, necesitamos ofrecer reglas claras, procesos ágiles y un ambiente que inspire confianza. También debemos encontrar un equilibrio real entre el desarrollo económico y el respeto al medio ambiente y a las comunidades.


Lo sucedido con BYD y Tsingshan no debería verse como una derrota final. Más bien, es una llamada de atención. Chile tiene todo el potencial para liderar en la economía verde del siglo XXI, pero debe modernizar su forma de relacionarse con los inversionistas y con su propio territorio. Si no aprendemos de esta experiencia, seguiremos siendo meros exportadores de recursos naturales mientras otros países cosechan el verdadero valor agregado.


Dr. Francisco Javier González Puebla

Director Carreras Administración

CFT-IP Santo Tomas – Viña del Mar

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