Cómo el intento de amarre al sector público vulnera jurisprudencia de la Corte Suprema

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FRANCISCO PINOCHET OK

Uno de los aspectos más delicados -y menos comprendidos- del debate en torno a la norma impulsada por el Gobierno que restringe la desvinculación de funcionarios públicos no está en su motivación declarada, sino en su origen doctrinario. Lejos de surgir ex nihilo, esta iniciativa constituye una positivización legislativa de la jurisprudencia administrativa de la Contraloría General de la República, particularmente de la llamada doctrina de la expectativa o confianza legítima aplicable a los funcionarios a contrata.


La Contraloría ha sostenido, de manera consistente, que cuando la Administración renueva sucesivamente contratas y asigna funciones de carácter permanente, se genera en el funcionario una expectativa legítima de continuidad que no puede ser desconocida arbitrariamente. Esta doctrina, fundada en los principios de buena fe, seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad, ha operado históricamente como un correctivo prudencial, destinado a impedir abusos en casos concretos, sin alterar la naturaleza jurídica de la contrata ni convertirla en una forma encubierta de inamovilidad.


El equilibrio es nítido: la expectativa legítima no impide la no renovación, pero exige que esta sea razonablemente fundada, evaluada caso a caso y bajo control posterior. La Contraloría, consciente de su rol, nunca ha pretendido redefinir el régimen del empleo público, sino simplemente modular la discrecionalidad administrativa cuando esta degenera en arbitrariedad.


Esta problemática ha originado y sigue originando un elevado número de recursos de protección.


La norma actualmente en discusión rompe ese equilibrio. Al transformar esta doctrina jurisprudencial en una regla legal general y abstracta, el legislador deja de utilizar la expectativa legítima como herramienta de corrección y la convierte en un estándar estructural de estabilidad reforzada. El resultado es un cambio cualitativo: ya no se exige fundamentación cuando concurren determinados presupuestos fácticos —como renovaciones sucesivas o funciones permanentes—, sino que se impone una carga generalizada de justificación objetiva para la no renovación o modificación de contratas.


Aquí emerge una paradoja difícil de soslayar. Si esta norma se aprueba, desvincular a un funcionario público a contrata podría resultar jurídicamente más complejo que despedir a un trabajador del sector privado, aun bajo el Código del Trabajo. En el régimen laboral común, el empleador conserva la facultad de despedir, incluso sin causa, asumiendo las indemnizaciones legales correspondientes. En cambio, en el sector público, la Administración quedaría impedida de poner término a una contrata si no logra articular una motivación administrativa objetiva, suficiente y defensible ante tribunales y órganos de control.


No se trata de oponer estabilidad a precariedad, ni de desconocer la necesidad de proteger a quienes trabajan para el Estado. El problema es sistémico: al elevar una doctrina jurisprudencial de control a categoría legal rígida, se restringe severamente la capacidad de conducción administrativa y se genera una asimetría difícil de justificar entre empleo público y privado. La expectativa legítima, concebida como un límite razonable a la arbitrariedad, corre el riesgo de transformarse en un mecanismo de inmovilización administrativa, especialmente sensible en escenarios de cambio de gobierno o reorientación de políticas públicas.


El debate, por tanto, no es ideológico ni coyuntural. Es institucional. La pregunta de fondo es si resulta adecuado convertir una doctrina correctiva, diseñada para casos concretos, en una regla general que, en los hechos, otorga a las contratas un nivel de protección superior al del trabajador regido por el Código del Trabajo. Esa es la tensión que el legislador no puede eludir sin afectar el equilibrio entre estabilidad laboral y dirección legítima del Estado.


Digamos finalmente que, desde una perspectiva constitucional, la objeción es clara: una norma legal que, bajo la apariencia de protección laboral, rigidiza estructuralmente el régimen de las contratas puede tensionar el artículo 38 de la Constitución Política de la República, que reconoce al Presidente de la República la dirección superior de la Administración del Estado. Al limitar de forma general y permanente la facultad de reorganizar y dirigir los servicios públicos, el legislador corre el riesgo de vaciar de contenido una potestad esencial del gobierno democrático. La estabilidad funcionaria es un valor relevante, pero no puede erigirse en un principio absoluto que, en los hechos, subordine la conducción política del Estado a una lógica de control concebida originalmente para corregir abusos, no para gobernar la Administración.


Francisco José Pinochet Cantwell

Doctor en Derecho

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

LL.M California Western School of Law, USA

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