En Chile, más del 60% de las personas con discapacidad permanece fuera del mercado del trabajo (ENDIDE 2022), cifra que refleja una tasa de inactividad persistente. Esta situación, lejos de modificarse con la Ley N° 21.015, ha sido reafirmada por el Segundo Estudio de Evaluación de dicha norma, realizado por la OIT, que advierte que buena parte de los contratos vigentes corresponde a personas que ya estaban en las empresas, no a nuevas contrataciones. El problema no radica en la cuota legal, sino en la forma en que ha sido implementada, sin mecanismos efectivos de exigibilidad ni voluntad institucional para corregir las brechas.
Entre 2018 y 2025, cientos de empresas optaron por pagar multas cercanas a los cuatro millones de pesos o arriesgarse a eventuales fiscalizaciones, en lugar de contratar personas con discapacidad. Otras recurrieron a medidas subsidiarias sin generar empleos reales. La ley permite, además, que se invoquen “razones fundadas” para no contratar, como la supuesta incompatibilidad entre el cargo y ciertas condiciones de salud, o la ausencia de postulaciones desde la Bolsa Nacional de Empleo.
Esta figura se ha utilizado de forma generalizada, desconociendo en muchos casos la diversidad de perfiles y competencias existentes. Y si bien permite que las empresas deriven recursos a fundaciones como la nuestra, que promueven la inclusión sociolaboral, ello no resuelve las brechas estructurales que dificultan el acceso al empleo, como la limitada formación técnica y universitaria, que no es parte de estas iniciativas.
La educación es un problema estructural aún más profundo. Muchas empresas que afirman no encontrar personas con discapacidad con el perfil requerido enfrentan, en realidad, las consecuencias de una política que no ha garantizado trayectorias formativas accesibles ni continuas. Las barreras en educación técnica y superior, junto con la falta de apoyos en la transición hacia el empleo, han limitado históricamente la incorporación laboral. Exigir resultados sin corregir las condiciones de origen perpetúa la desigualdad.
En 2024, la Ley N° 21.690 introdujo reformas relevantes; endureció sanciones, exigió protocolos de ambientes laborales inclusivos y reguló la tercerización. Sin embargo, persisten barreras que impiden su aplicación efectiva. La fiscalización es insuficiente, la plataforma electrónica cada año presenta nuevos problemas y dificultades técnicas y no hay criterios uniformes sobre contenidos mínimos de las políticas de inclusión ni sobre el uso de medidas subsidiarias. A esto se suman deficiencias en accesibilidad y falta de apoyo en la formación para los equipos responsables de implementar la normativa.
El Estado tampoco ha estado exento. Diversos organismos públicos han incumplido la ley, sin sanciones proporcionales ni mecanismos correctivos eficaces. Esta omisión debilita el estándar que debiese sostener el propio sector público y refuerza la idea de que la inclusión es opcional. Cuando quienes deben liderar no cumplen, se erosionan las bases de toda política de derechos.
El empleo no es solo ingreso. Es autonomía, participación y dignidad. Por eso la cuota no puede seguir tratándose como una formalidad. Mientras no se garanticen condiciones estructurales de equidad, las acciones afirmativas siguen siendo necesarias. Las organizaciones que gestionan la diversidad con seriedad muestran mejores niveles de productividad, innovación y clima laboral. Pero esa transformación requiere convicción política, normas claras y una institucionalidad comprometida con los derechos humanos.
Hacemos un llamado al Ejecutivo a que la publicación del nuevo reglamento, prevista para este mes, no solo resuelva las zonas grises que dificultan la implementación de la reforma a esta ley, sino que también se acompañe de un ejercicio comunicacional sólido, que permita a las empresas y organismos públicos comprender cabalmente los cambios y aplicarlos de forma adecuada.
La inclusión laboral debe dejar de ser una excepción. El cumplimiento de la ley no puede seguir siendo una aspiración. Debe convertirse en regla.
María José Escudero
Directora de Incidencia y Desarrollo
Fundación Ronda