​El calor como impuesto oculto

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Daniel Vercelli

Hace algunas semanas, a comienzos de julio, Grecia cerró la Acrópolis entre las diez de la mañana y las dos de la tarde cuando los termómetros superaron los 41°C. Fue tanto el calor, que el gobierno prohibió el trabajo de repartidores, obreros y estibadores durante las horas de mayor radiación. En la misma quincena, China vivió el día de mayor demanda eléctrica de su historia: 1,5 gigavatios de carga debido a sensaciones térmicas cercanas a los 50°C en ciudades como Henan, Hubei y Shaanxi. Antes, en abril, Kuwait aplicó cortes programados cuando la temperatura pasó de 50°C y la capacidad de las plantas se desplomó a media tarde.


Todos estos casos son una muestra de que el calor ya no es una anécdota climática: es capaz de detener monumentos icónicos, fábricas de cadena global y refinerías del Golfo.


Mientras tanto, los reguladores se mueven. La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional de Estados Unidos cerró el 2 de julio la audiencia pública de su futura norma de “estrés térmico” que busca obligar los descansos de quince minutos cada dos horas cuando el índice de calor supere los 32°C. En Europa, un juez italiano ordenó a la empresa de entregas Glovo negociar protocolos de calor con los sindicatos, tras sucesivos golpes de calor en repartidores en Milán y Roma. Las sentencias anticipan un marco laboral que equiparará “temperatura” con “riesgo operativo”.


Chile ya viene sintiendo el anticipo. En febrero de este año, Senapred declaró alerta roja por calor extremo -hasta 40 °C- en cuatro regiones y llamó a “faena cero” en actividades agrícolas y forestales, con cierre de parques incluidos para prevenir incendios y proteger a los trabajadores. Aunque la medida apuntaba a la seguridad, disparó costos económicos: cosechas adelantadas, turnos nocturnos, fletes refrigerados y seguros contra interrupción. Para un exportador frutícola, mover cada jornada tres horas fuera del sol puede añadir jornales, luz artificial y logística inversa. En construcción, vaciar hormigón a más de 35°C puede comprometer la resistencia y obliga a rediseñar cronogramas. Y en turismo, un cierre preventivo como el griego sería un golpe directo a la rentabilidad de cualquier sitio patrimonial.


El efecto llega también a las finanzas. Las agencias de riesgo ya están incluyendo variables de “riesgo físico” y advierten que la ausencia de planes de adaptación pueden costar un escalón de calificación: en un bono corporativo chileno a diez años, eso significa hasta 35 puntos base extra de interés. Traducido: unos diez millones de dólares por cada quinientos millones emitidos. No es casual que bancos y gestores exijan hoy desgloses de “estrés térmico” en reportes ESG, del mismo modo que piden huella de carbono.


Para las empresas chilenas, la pregunta no es si subirá el mercurio del termómetro, sino cuánto costará no anticiparse. Políticas de pausas, cabinas climatizadas, techos reflectantes y reprogramación de turnos ya son tan estratégicas como la cobertura cambiaria. El termómetro se ha vuelto parte de la planilla Excel y quien lo ignore tendrá que renegociar plazos, seguros y reputación bajo un sol de 40 °C.


En un país que sabe prepararse para terremotos y maremotos, quizás debamos aceptar que las olas de calor también llegaron para quedarse. No se trata sólo de salud laboral o cumplimiento normativo: hablamos de continuidad operacional, de acceso a financiamiento y de resiliencia empresarial. Adaptarse es una condición para seguir compitiendo y, como toda condición estratégica, quien empiece hoy reducirá pérdidas del mañana y tendrá la ventaja de hacer negocios en un mundo donde, cada verano, el sol juega un papel que puede ser hasta más decisivo que el de un gerente de operaciones o un comité ejecutivo.


Daniel Vercelli Baladrón, 

Socio y Managing Partner de la consultora Manuia, director de empresas

europapress