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Kata Vásquez |
Durante años, el liderazgo de alto rendimiento se ha asociado a jornadas interminables, respuestas inmediatas y una agenda sin pausas. “Dar el 110%” fue sinónimo de ambición. Hoy, sabemos que esa exigencia sostenida tiene un alto precio: fatiga, decisiones erráticas, desconexión emocional y, en muchos casos, burnout.
El liderazgo femenino ha sido un tema recurrente en las discusiones sobre equidad de género, pero más allá de los discursos conmemorativos, la ciencia respalda su impacto positivo en las organizaciones. La neurociencia ha demostrado que el cerebro femenino posee características únicas que potencian la toma de decisiones, la gestión del talento y la innovación en los equipos de trabajo. Incorporar mujeres en roles estratégicos no solo es una cuestión de justicia social, sino una decisión inteligente para la sostenibilidad empresarial.
Cada nuevo año trae consigo la posibilidad de empezar de nuevo, de replantearnos lo que queremos alcanzar y de alinear nuestras acciones con nuestros objetivos. Esto no solo aplica a nivel personal, sino también en el ámbito corporativo, donde el éxito de una empresa está intrínsecamente ligado al bienestar y desarrollo de sus colaboradores.
La procrastinación es un enemigo silencioso que afecta a muchos trabajadores, saboteando su productividad y generando un impacto directo en su bienestar emocional. Si bien este comportamiento se presenta de manera individual, sus efectos se reflejan en la cultura organizacional, afectando no solo a los empleados, sino también a los resultados de la empresa. Pero, ¿qué pasa cuando la procrastinación se convierte en un hábito y es un obstáculo constante? ¿Y cómo pueden las organizaciones ayudar a sus trabajadores a superar esta barrera?