Menoscabo republicano

|

Luis Riveros (columnista)Varias veces se ha referido el discurso de don Enrique Mc Iver en el Ateneo de Santiago pronunciado durante los primeros años del siglo XX. Decía el ilustre hombre público que “los chilenos no somos felices”; es decir, a pesar de un mayor progreso y de la sensación de un país que se expandía en forma significativa, había, según él, un sentimiento de pesar y de frustración que era evidente. Y ocurrieron protestas significativas para la época, en Santiago, Valparaíso e Iquique, sólo para mencionar las más importantes, las cuales reflejaban un malestar que a veces no tenía un foco definido y preciso, pero que ponía a la Nación bajo un designio de gran inestabilidad. Surgió el anarquismo como un movimiento contrario a la política tradicional, que cuestionaba todo y que ponía como argumento de fondo que el Estado debía ser reemplazado por otra organización distinta. No era una propuesta, era un lema que muchos seguían en el ambiente de decepción que muchos autores de la primera década del siglo recogieron con destreza narrativa. Y, según Mc Iver, el problema radicaba en una crisis moral de la República, consistente en que el Estado y sus organismos y funcionarios no respondían adecuadamente a las demandas ciudadanas, y a las expectativas formadas bajo el trasfondo de una sociedad en progreso del cual muchos se sentían excluidos.

Es notable como los inicios de este siglo XXI reproducen en forma parecida esos desarrollos de hace un siglo. No exactamente en la misma forma y fondo, pero si con similitudes sorprendentes en cuanto al desencanto social, la protesta y el predominio de grupos asistémicos. Pero hay diferencias también innegables. Por un lado, nuestros gobiernos recientes fueron contumaces en destacar los logros, en ocultar las debilidades, y en enunciar que Chile sobresalía sin ninguna duda respecto a la Región, siendo observado con respeto por todo el mundo. Eso generó un anidado resentimiento por parte de quienes no se sentían incluidos en esos logros y que, por el contrario, se veían más afectados por altas expectativas y grandes deudas. El Estado, por otro lado, proveía pocos servicios satisfactorios hace un siglo atrás, pero ahora los rinde de manera muy insuficiente, especialmente en ámbitos cruciales como educación, salud y previsión, a pesar de contar con muchos más recursos comparativamente. También, el anarquismo que en la época pretérita se alojó en las universidades, ahora como un manifiesto izquierdista ya salido de ellas, ocupa lugares importantes en la esfera pública. Y lo más crucial: la población hoy día tiene más acceso a información sobre lo que sucede en el país, sobre las perspectivas en distintos ámbitos y, aunque dominada por severas limitantes en comprensión lectora, maneja más y mejor información que lo que existía hace un siglo.

Pero quizás la diferencia fundamental la hace la clase política que ha prevalecido en estos dos momentos del tiempo. Hace un siglo primaban liderazgos importantes y trascendentes, como era el caso del mismo Mc Iver que ocupó prominente cargos públicos. Los partidos políticos, que confluyeron más tarde en sendos pactos: la Unión Nacional y la Alianza Liberal, representaban corrientes de pensamiento, capaces de defender ideas y principios, y no ser solamente, como los actuales, clubes electorales en beneficio de sus miembros y adherentes ocasionales. El Parlamento era un lugar de desempeño para quienes querían servir al país y no exigían altas remuneraciones y gastos asociados, pero promovían un foro nacional de discusión de ideas y proyectos. Era un Parlamento dedicado a legislar y a crear iniciativas en beneficio del país, y no de ser simplemente un campo de siembra de un poderoso populismo- Había liderazgos firmes y claros, capaces de tomar decisiones en momentos cruciales, y no un gobierno lleno de incertidumbres y nulas decisiones trascendentales. El país salió delante de esos difíciles primeros 20 años del siglo gracias a una conducción política convincente y convencida, que se proyectaría al Chile que emergió luego de la gran crisis económica que explotó en 1929. Y ocurrió un cambio en la Constitución en 1925, generado por el impulso de la propia política nacional, que dio lugar a un cuerpo normativo que duró casi medio siglo.

¿Qué pasó que explica este cambio tan contundente en un siglo? Sin duda ha pasado la cuenta la ausencia durante décadas de educación cívica, la falta de mirada nacional y pública en la formación universitaria, la escasa influencia de las viejas escuelas partidarias hacia una generación puramente electoralista, centrada en generar mayor votación para así sustentar un mayor poder. Hemos ido perdiendo lo más trascendental de la vida ciudadana: el respeto por nosotros mismos. Cambiamos la crisis moral por una crisis consistente en el menoscabo de la República.


Prof. Luis A. Riveros

europapress